Caleras

El Pichi no la pasó mal en Caleras. La indulgencia de Pío Quinto lo tuvo trabajando fuera del campamento, cargando material o despejando el monte para construir la carretera. Estaba lejos de las minas, pero eso no le impedía ver a los presos llagados o tosiendo como iguanas sin provocación alguna. Cuando eso pasaba, cuando alguno se quitaba la camisa y revelaba esos surcos violáceos que le recorrían las comisuras y lo asaltaban con una comezón sangrienta, él les preguntaba, porque el Pichi había desoído muy atentamente los consejos de su madre, No hagas nada ni hables nada con ellos, le había dicho, su pobre madre preocupada por el bienestar de su hijito entre tanto malandrín, Menos que nada preguntes por qué están ahí, le había seguido diciendo, porque pueden enojarse y ellos traen machete, cuando eso sucedía les preguntaba por qué traían esas marcas, y ellos le contestaban invariablemente que por pendejos, que todo mundo sabía que era mala apuesta sudar cerca de los hornos, que la cal viva volaba y se le prendía a uno sin remedio, y que también era de perder respirar cerca, que el mismo polvo blanco cuando no hallaba húmedo se metía por las narices, y entonces él se encarreraba y les preguntaba de una vez por qué los habían traído, rompiendo otra vez el pregón de su pobre madre de La mayoría son reos, pero tú no tienes que preguntar nada, Te van a informar lo que ellos quieran, pero tú no les tienes que preguntar nada, les preguntaba y le contaban las historias más fabulosas, con sangre y traiciones y astucias, y luego lo interrogaban a él, Y tú qué haces aquí, güerito, y él contestaba orgulloso que se había robado un bote. Eran hombres con una falta encima de otra, acumulándolas como las cicatrices frecuentes de un hábito tenaz, y le enseñaron el esquivo arte de no arrepentirse nunca. Ahí tuvo la ilusión de madurar lo requerido, que le había empezado cuando su madre llamó a su padre desalmado y A mis hijitos no se los lleva nadie, y vio la oportunidad y se aferró a ella, dijo firme Yo sí voy y sintió el orgullo paterno calentarle los riñones, mientras veía a Víctor quedarse tras el regazo materno y saberse en triunfo saliendo por fin de su categoría, ya nunca más un niño, a lo mejor hasta Lo se percataba y le pedía llorando que la salvara del Raffles, o por lo menos lo dejaba verla con los ojos que dice que le asustan sin decirle niño y ordenarlo a todos lados, era bien obvio que fingía, pero igual, había que quitarle agarraderas a la farsa y ahora que viera que era todo un hombre en hermandad sabría, aunque lo de la hermandad había que dudarlo, porque el Pichi no tardó en darse cuenta de que los internos cuchicheaban por lo bajo cosas que no se atrevía a indagarles, y hasta Pío Quinto, con el que dormía por las noches en Arroyo Hondo, pero cuya camaradería de lacayo fiel se esfumaba en cuanto se esparcían las nuevas susurradas que ponían a todos alertas, hasta Pío Quinto, expresidiario reformado hasta alcanzar el puesto de supervisor de obras en la carretera, blasfemo y apostador, que cargaba el mote de Papa Negro como título nobiliario, hasta Pío Quinto distraía a los cabos cuando era tiempo de jalar a un lado el maderamen que producía el despeje montuno, y el Pichi podía ver cómo entre el ramerío que metían en las orillas, a dos o tres árboles del camino pero no más porque no había necesidad de cansarse, insistía Pío Quinto, ya el monte los reclamaría, en ese desorden de palo y hoja esos presos llagados disimulaban sin parar de toser los machetes y las hachas, bien afilados, que el Calafate había enviado como repuestos en la mañana feliz.

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