Cuerda

–Yo estoy aquí por asesino, o eso fue lo que me dijeron –dices cuando todos han contado su historia.

El traqueteo de las vías da ritmo a tus palabras. Los demás te miran fijamente. Todos con crímenes terribles sobre las espaldas. Está Demostio, que asfixió a una viejita; la Rodríguez, que destazó a su esposo y su amante; el Chale, que le prendió fuego a una escuela. Así cada uno, todos los veintipico del vagón, todos viéndote y esperando la historia del último pasajero.

–Fue en el asalto a la casa de los Aznar –comienzas.

Fue un asalto muy sonado, los pocos que faltaban se giran para clavarte los ojos. ¿Éste? ¿Éste estuvo en lo de los Aznar? Has captado el interés del vagón completo.

–La vigilamos por dos meses –continúas–, para estar seguros de saber cuándo entraban y cuándo salían. Los jueves se quedaba sola la señora. También la rondamos para ver por dónde huirnos en caso de que llegaran los tiras. Sólo queríamos robar e irnos, lo juro, nunca quisimos matar a la señora.

Te persignas. Algunos te imitan. Los más duros te empujan con los ojos a que continúes.

–Las fotos salieron en los periódicos. Ustedes las han de haber visto. Peleó mucho, la cabrona. No hubo más remedio que reventarla con el tubo. Desde que entramos comenzó todo a salir mal. Al saltar la barda se torció un tobillo el Ugenio. Yo creo que se dio cuenta la señora, porque se apagó la luz del recibidor. Lo tuvimos que cargar para cruzar el patio y lo dejamos ahí en la entrada. Fue el primero al que atraparon los tiras. Nos tardamos un chingo en abrir la puerta. El Suetercito no daba con la cerradura, de lo nervioso que estaba. Por fin tronó y se abrió hacia adentro. Caminamos a oscuras, no sabíamos dónde estaban las cosas. “Hay que buscar a la vieja”, dijo el Uno, “no vaya a chivar”. Pasó lo que tenía que pasar: alguien se dio con un mueble y se estrelló un jarrón contra el piso. Se oyó un grito en el cuarto de al lado: “¡Oh! ¡Que entran! ¡Que entran! ¡Oh! ¡Oh!”. Al mismo tiempo se encendió una luz arriba, y pudimos ver las escaleras. “Tú calla a ése, Mares”, me ordenó el Uno, “los demás vamos para arriba”. Y me dejaron ahí. Los gritos no paraban, tenía que apurarme si no quería que se despertaran los vecinos. Yo creo que eso fue lo que pasó, porque cuando llegaron arriba ella apenas había levantado el teléfono. Lo que pasó en ese cuarto ya lo conocen ustedes. Yo no estuve, así que no les puedo decir nada que no sepan. Cuando llegaron los tiras me encontraron arriba y con sangre en las manos, por eso me llevé yo la culpa. Pero yo había subido después, y esa sangre no era de la señora. Me quedé abajo. Pasé al otro cuarto a ver de dónde venían los gritos, pero no hallaba a quién. Entonces me di cuenta de que salían de una esquina, donde había algo muy grande cubierto por una cobija. La arranqué y me recibió un “¡Oh! ¡Oh! ¡Que entran! ¡Oh!”. Le torcí el cuello, pero reventó una vena y me empapó de sangre. No había otra forma de callarlo. No se puede negociar con pericos. ¡Porque eso era, era el perico! Y así dicen que estoy aquí por asesino. Sí maté, pero no a quien ellos dicen.

Hay un silencio prolongado. Surge una carcajada. Una carcajada profunda que parece soltarse más por liberarse que por burlarse de ti. Todos ríen. Alguno te da una palmada en el hombro, otra se seca las lágrimas. Se oyen risas que asemejan jadeos, guturales, llenas todavía del moho de Lecumberri. Las corta de tajo el golpe de las puertas al abrirse. No sabes cuándo se paró el tren. Se nota que nadie se dio cuenta, porque con el ruido saltan.

–¡Abajo! ¡Todos! –gritan desde afuera.

Comienzas a moverte junto con los demás.

–¡Tú no, Mares! –te detienen en seco–. ¡Tú te quedas!

Te inmovilizas. Los otros te pasan por los lados. Uno que otro te choca con el hombro. Cuando están todos abajo cierran la puerta. Con el bramido del metal oxidado viene la otra orden.

–¡Corran!

Silencio.

–¡Corran, si no quieren ir a las islas!

Oyes los pasos. Descalzos y en huaraches, uno que otro zapato desgastado. Oyes cómo levantan polvo en tropel. Oyes también cómo se remueven los soldados en el techo del vagón. Truena el primer disparo. Lo siguen otros. Cuentas más de veinte, y con ellos los nombres que habías comenzado a aprenderte. Luego viene el silencio. Te desplomas en el suelo del vagón. Las puertas se cierran y el tren vuelve a moverse. Escuchas a los soldados hablar sobre tu cabeza.

–¿Y a ésos por qué nos los chingamos?

–Órdenes del coronel. Eran los más peligrosos.

–¿Pero no para eso están las islas?

–¿Estás loco? ¿Y nosotros qué? ¿A poco tú querías tener a ésos en las islas?

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