Directo del trompo

Entra al local empujado por sus amigos. El taquero les da la bienvenida con una sonrisa mientras afila el chuchillo. Para su horror, sus amigos devuelven el saludo y entran en una plática amistosa con el personaje: parecen viejos conocidos. Le cohibe la familiaridad con la que se tratan, familiaridad de la que se siente excluido, y apenas atina a sentarse en uno de los bancos junto a esa barra que hace las veces de mesa. Piensa irritado que la charla se está alargando, y que después de todo no es sano ni normal que se trate de igual a igual a quien por su puesto debería limitarse a servir, por lo que deliberadamente decide pedir el menú para poner las cosas en su debido estado. Para su sorpresa, su petición es recibida con una carcajada general. El taquero (¡el taquero!) hace señas para calmar los ánimos y se dirige hacia él.

—No, joven, acá no manejamos esas finuras. Pero pídame nomás lo que guste y acá se lo sirvo encantado.

Cabeceos unánimes y miradas de conmiseración acompañan sus palabras. Se indigna. No sólo este hombre se atreve a dirigirse a él con evidente sorna, sino que sus amigos lo secundan y ¡lo que es peor! aceptan el liderazgo de quien naturalmente cae muy por debajo de su categoría. Sólo hace falta ver su delantal sucio, el local en el que se encuentra, escuchar su lamentable acento. Es más, el simple hecho de que esté de aquel lado del mostrador debería de hacerlo servicial y sumiso; a fin de cuentas, el cliente siempre tiene la razón. ¡Y qué cliente es él! Se está levantando decidido a increpar al desgraciado cuando uno de sus compañeros lo detiene:

—Tranquilo, güey, sólo pide pastor: es la especialidad de la casa —le dice señalando el trompo en la pared opuesta.

—Ya vas, güerito, tres pastores con todo —suelta el taquero sin siquiera esperar la orden.

De pastor... El pensamiento lo estremece. Los de pastor son, todos lo saben, los tacos más peligrosos. Ni siquiera necesita voltear a ver el trompo para saber que está expuesto a los aires de esa avenida. Miles de bacterias volando en el ambiente que seguramente atrapa tanta carne en exhibición. Salmonela, cólera, ¡hepatitis! Eso sin contar con el polvo, los gases tóxicos y ¡Dios lo libre! la caca de perro dejada a secar por los transeúntes irresponsables que, vuelta partículas imperceptibles, está en ese momento impregnando la carne que le servirán. Su imaginación puede más que él y vuelve la mirada hacia el trompo, intentando comprobar con la vista la infección. No logra distinguir nada, pero la imagen de esa carne puesta por capas y sazonada con un adobo de sospechoso color anaranjado le trae pensamientos más perturbadores. No sería difícil esconder en esos cortes y esa condimentación casi cualquier cosa. Podría ser perro —recuerda alarmado que no ha visto perros callejeros en esa cuadra—, ¡o rata! Pero seguramente no se atreverían a servirle vagabundo... ¿o sí? Serían más fáciles de cazar que las ratas, o los perros...

El mismo amigo que le había recomendado la cena parece adivinar sus pensamientos, porque le dice:

—¿Qué, güey, pensando que es pinche carne de vago? No mames... Acá son confiables, si no pregúntale al Archi. ¡Ey, Archi! Tú que sabes de esto, explícale cómo hacen el pastor.

El tal Archi se acerca sonriente y le pone una mano en el hombro. No es parte de su grupo, por lo que le sorprende que lo conozcan. ¿Pero si hasta con el taquero se llevan, cómo no con los comensales? Definitivamente tiene que enseñarles un poco de dignidad de clase, hasta le da asco sentir la mano de ese pelirrojo artificial sobre su hombro.

—No, carnal, pus mira, pa’ qué te miento. Yo la neta no sé cómo se fabriquen los pastores, pero a la birria sí le sé. Ira, tomas al cabrito, bien tiernito, ¿eh? nada de agarrarse viejos porque ni se mascan a gusto. Entonces agarras bien al cabrito y ya bien amarrado le empinas una botella de tequila... —¿Encima de estar a punto de asar al pobre animal todavía lo torturan con esa porquería en sus últimos momentos? No sabe ni siquiera por qué escucha a este hombre. Si le dieran vodka, o whisky, ¡una bebida decente, caray! Deja de ponerle atención y regresa su mente al pastor. Claro que podría ser de cabrito, o de res, o de cerdo... ¡Por favor que no fuera de cerdo!— ...que ser de calidá que si no se apesta. Yo lo he intentado con mezcal, pero nel, pinche cabrito güele a madres luego —Sigue con su perorata... Sería interesante ver si habían emborrachado al cerdo ése (¡cerdo no!) antes de destriparlo—. Pero pus uno ya hace lo que puede, ¿no? Y ya muertito hay que sazonarlo rico... —¡El adobo! ¿Por qué naranja? No recuerda alguna especia que dé ese color... Azafrán... no, ni para verlo en el súper les alcanza. Ha de ser ésa que suena como estornudo...—. Con sus yerbitas y todo, vieras los rico que queda, pa’ chuparse los dedos, neta. Sin albur, sin albur... —¡Achiote! Seguro le echaron esa mierda abortiva y va a pasar la noche vomitando, o con diarrea—. Hay que asar al cabrito a fuego lento pa’ que amarre el sazón, y pus como ya trae el pisto dentro se coce más rico...

El taquero los interrumpe a ambos azotando el plato sobre la barra.

—Sus tacos, güero. ¡Provechito!

Ve dudoso los tres tacos frente a él. Con todo: piña, cebolla y cilantro. Sus amigos lo ven con cara divertida y cuchichean. Seguro pretenden echarles salsa. No, lo mejor será acabar con esto de una buena vez. Toma uno y se lo lleva a la boca en un solo movimiento. Con la primera mordida no puede evitar que sus ojos caigan de nuevo en el trompo. Le salta a la mente que, en todo este tiempo, el taquero no cortó nada de ahí.

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