Guanajuato

Irene está en su celda. Lleva el día entero fregando losas, arrancando cochambres, barriendo y restregando las comisuras de la cantera. Ha sido como cualquier día en ese largo purgatorio que nadie le garantiza que la salvará del infierno. Por fin terminó su cuota, y se excusó de la cena clamando ayuno. Para eso, por lo menos, sirven las inclinaciones masoquistas del lugar. Se hinca en el mínimo reclinatorio y finge que reza, pero en realidad se restriega las ampollas de las manos. En cualquier momento pasará la superiora, siempre a la misma hora, a vigilar el buen comportamiento de todas las novicias, y entonces podrá estar tranquila hasta el rosario. Es el único momento del día, realmente; el resto lo pasa en el trabajo forzado que dentro del convento tienen a bien llamar oración física. No con todas es así, hay categorías. Son pocas las de vocación. La mayoría están por pobres, porque sus padres no encontraron mejor manera de salvarlas del hambre. Luego las que internaron por la fuerza, porque alguna hija tenía que servirles de intermediaria ante el cielo. Al final las que son como ella, las putas. Las pocas veces que entra en oración genuina pide perdón, pero sobre todo pide que liberen al Chango para que vaya por ella y por fin se casen. No es una romántica, sabe que nadie más la desposaría. Sólo un matrimonio puede salvarla del otro, del que se firma con el marido más celoso y abusador que hayamos imaginado, el único en esa Iglesia con el privilegio de la poligamia. Aquél. Así que el Chango o la eternidad de los corredores del convento. Nadie quiere lo que otro ha querido, es lo que le han enseñado desde que entró aquí. El Chango sí, ella se encargó de amarrarlo. Muy machito había llegado, pero en cuanto se dio cuenta de que nadie iba a evitarle la tragedia, se encargó de revertirla. Lo dobló. Sí, el Chango vendrá. Campanas a repique, lluvia de arroz, unos votos más sobrellevables y una vez afuera... Se encargará de que sea él quien le pida perdón. Por poseerla, por convertirla en puta y condenarla a una vida de rodillas y olor a fermento de huevo.

–Veo que está en oración profunda con nuestro Señor, Novicia Irene. Y me informaron que está manteniendo el ayuno. Este cambio de actitud rendirá sus frutos, téngalo por seguro.

La interrupción fue repentina, pero Irene no permitió que ningún sobresalto asomara a su rostro. Tenía demasiado bien montada su fachada para arruinarla por una irrupción desconsiderada de la Superiora. Preparó su voz más sumisa y contestó:

–Estaba repasando el Quinto Misterio, Madre. El rosario me apasiona, me gustaría poder dirigirlo algún día.

–Quizá le dé oportunidad pronto, novicia. Continúe, por favor, no me deje interrumpirla.

La puerta se cierra con un crujido e Irene maldice su mala inspiración. Por supuesto que no tiene la menor intención de dirigir el rosario. Ahora tendrá que aprenderse la letanía, como si necesitara otra tarea más en ese claustro de tortura. Se pregunta a qué categoría pertenecerá la superiora, cómo habrá entrado, cómo escalado. No tiene caso hacerse ilusiones de movilidad jerárquica, seguramente es prima del obispo.

Un chasquido brusco la saca de sus cavilaciones. El cajón de su cómoda crepita. Ya no se asusta, como la primera vez. Los últimos meses la han acostumbrado. Ya no corre al ver la humareda brotar del mueble. Ya no saca apurada su ropa interior, por miedo a que se le encienda. Toma simplemente el espejo humeante, sabiendo que está frío. Lo levanta. Y en él ve al Chango, sonriéndole con un labio ensangrentado.

Irene disfruta enormemente esas horas arrancadas a los votos de la orden. El maldito Chango es bueno, debe admitirlo. Tiene que esforzarse mucho para no desgarrar el silencio del convento. Quién diría que un simple muñeco fuera tan efectivo. La excita además la blasfemia enorme que es ultrajar esa celda con actos prohibidos, y hacerlo gracias a la intervención de divinidades ajenas. Sospechó pronto también el doble filo de esas artes, y cuando se despierta con pesadillas puede clavarle un par de agujas, o estrujarlo, o ponerlo debajo de un libro pesado. Él no sospecha nada, lo sabe porque es empalagoso hasta el vómito cuando se encuentran. El muy idiota. Un año consumida en odio, ocupando los rosarios en imaginarse paso a paso su venganza, en planearla en detalles extenuantes, y acabó siendo él quien le dio los medios. Ahora sólo falta que la saque, y entonces sí, podrá librarse de él y encargarse de sus padres. Esos viejos mojigatos. Ella no olvida quién la metió ahí, quién no hizo nada para evitarlo. La viudez y la orfandad le sentarán bien, serán su nuevo hábito. Pero mientras tanto, tiene que soportar la espera, mantener al Chango, sentirse reventar de impaciencia.

–¿Y cuándo vienes por mí?

–Cuando salga, ten paciencia.

–¡No sabes lo que es esto!

–Yo tampoco la tengo fácil...

–Bueno, no, pero si al menos me dijeras...

–Diez años.

Irene estrella el espejo contra el suelo. Diez años. Será estúpida para esperarlo tanto tiempo. En diez años no tendrá caso salir siquiera. Estará fea y amargada. Su carne flácida, su voz ronca. En los conventos las mujeres envejecen a velocidades de infierno. En esos dos se ha consumido ya, no se atreve siquiera a verse al espejo. No va a ver pasar otros diez, sentirlos meterse en sus dedos, reumarle los huesos. No va a ver su vida escapándosele entre maitines y completas. Ese pinche Chango, ahora verá lo que es bueno. Se pensó que podría engañarla, tenerla de su juguete y entretenimiento. Tener a su Irene mimándolo otros diez años, mintiéndole por el espejo y jugando con un muñeco. Se acabó. Agarra la figurita y sale de su celda, ni siquiera se molesta en vestirse. Cruza los pasillos ante las miradas atónitas de las hermanas. Entra a la cocina, se abre paso entre las novicias y arroja el andrajo al horno de pan. Se queda a ver cómo se consume. Casi puede oír los gritos.

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