Jungla

—Las gentes tantean de más la jungla —decía el Dorado a través de su bigote, mientras se abría paso a punta de machete—. Lo cabrón son la sierra y el desierto. Allá todo es igual, no hay pa' dónde. Si se pierden en la jungla es que no saben verle a los árboles. Cada plantita tiene marcas. Todo. Es cosa de aguzar el ojo. Estar atento, pues. No irte acá, macheteando a lo pendejo. Yo sé bien por dónde voy, por eso no se me separen. Si se pierden, pura madre, ya se curaron. Así que pegaditos, bien juntitos los quiero. Mi general Villa confiaba en mí y yo le cumplí, chingada madre. Si me agarraron

—Don Félix —lo interrumpió un muchacho. Venía jadeando.

—A mí me dices Dorado o me dices teniente coronel López, no soy un puerco hacendado pa' que me andes tratando de don. Yo luché con mi general Villa, chingada madre, el único revolucionario de verdad.

—Mi teniente coronel Dorado, se perdió el hijo del director.

—¿Cómo que se perdió? ¿Y ustedes, pendejos, pa' qué son buenos? Pa’ pura mierda. Vengo aquí, les marco sendero y creo que todo está con madre. Y vienes y me dices que perdieron al hijo del director. Bola de pendejos.

—Lo siento, teniente coronel Dorado.

—¿Y pa' dónde se fue, pues?

—No sabemos, teniente coronel.

—Pura madre. Pura madre con ustedes. Tú, Inocencio, aguanta la tropa. Llévalos recto por acá. Todo recto hasta topar con el tepemezquite grande. Yo me voy a devolver y los alcanzo. A ver dónde quedó el pichi ése. Pura madre.

Los dejó ahí parados y se internó por el camino fresco que la selva ya empezaba a recobrar. A cada paso miraba alrededor, husmeaba, buscaba la diferencia en la maraña de verdes. Cualquier detalle podía ser un indicio, cualquier anomalía. Vio por fin una apertura a la derecha.

—Este idiota seguro agarró pa'l falso —farfulló.

La siguió. El suelo revelaba la historia reciente de un niño perdido. Había pisado ese lodo, trozado aquella liana, descansado contra ese tronco. Llevaba mucho andando, siguiendo la pista con regocijo de perro de presa cuando lo vio adelante, parado inmóvil frente a un claro.

—¡Eh, pichi! —le gritó.

No hubo respuesta. Se le acercó blandiendo el machete de pura furia. Tenía el sol de frente y lo veía a contraluz, estaba encandilado después de las horas de penumbra en hojarasca. La subida le costó trabajo. Llegó a su lado.

—Pichi, me lleva la chingada, si tu apá no fuer

No puedo terminar. Frente a ellos había una criatura que no pertenecía. Bebiendo de un estanque en el claro estaba una cabra con cuernos enceguecedores. No eran dorados exactamente. La luz que había visto no era el sol, aunque sí, tal vez fuera la misma. Se quedaron viéndola más tiempo del que pudieron contar, hasta que terminó de beber y se fue parsimoniosa. Su brillo se perdió entre el ramaje.

—¿No va a cazarla? —preguntó el Pichi.

—No, pichi, ella es más grande que nosotros.

–No encontré lo que buscaba –comentó fuera de tema, como volviendo de un largo trance.

Ya era noche. Bajaron en absoluto silencio. En el campamento había un gran fuego, puesto en el centro de las tiendas que habían improvisado de los retazos náufragos que lograron rescatar. Eran más bien mantas, catres ínfimos extendidos sobre la arena. Estaban asando la caza de la tarde. La tropa estaba animada, compartiendo los trozos de venado con satisfacción. De alguna manera disfrutaban que la lancha se les hubiera volcado y que tuvieran que vivir de la isla misma. Normalmente, las presas se ahumaban y guardaban, y ninguno de ellos las volvía a ver nunca.

—Miren quién llegó –se burlaron al verlos cruzar la playa–, el que no se pierde.

—¿Qué pasó, Dorado? ¿No que muy salsa?

El viejo revolucionario los ignoró. Caminaron directo hacia el director, que los miraba con la pregunta en el ceño. En ese momento salió la luna. Se escuchó un lamento potente, tristísimo, que cimbró la isla. Moisés se agitó en la lancha, donde llevaba todo el día encadenado. El campamento se esforzó por ignorarlo, impresionados como estaban por el estado en el que lo habían hallado.

—Hay cosas más grandes que nosotros, mi coronel —explicó el Dorado—. Hoy vimos una. Trae el sol en los cuernos.

El gemido se repitió, más lejos, pero más potente. La selva pareció estremecerse. La tropa se alejó inconscientemente de los árboles, se refugiaron en el fuego. El Dorado continuó:

–Ahora le brama a la luna. Querrá también la suya. Dios sólo sabe qué hará con ella.

Se quedaron callados y permanecieron así el resto de la cena, masticando sin risas, el peso del misterio sobre los labios de todos. Cada tanto se escuchaba el bramido sobrenatural.

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