Papelillo

Padre e hijo se dedicaban a enmendar las redes. No hablaban, como no lo hacían nunca. La marea subió más de la cuenta. Dejó desechos. Un cadáver de pulpo los distrajo.

–¿Usted cree que ya se estén matando del otro lado?

El viejo se tomó su tiempo antes de contestar. Pasó el hilo por entre la trama varias veces, con una habilidad inusitada para sus manos callosas. Metió y sacó el hueso de tortuga que le servía de aguja, hizo un nudo y cortó con los dientes.

–Hijo, esos hombres siempre se están matando. Sólo cambia si lo hacen rápido o lento, pero todos vinieron aquí a morir, todos están condenados.

Lo dijo sin voltear a verlo, como quien recita al aire. Pasó un tiempo de silencio en el que dejaron hablar a las olas. Retomaron las redes, encontraron hoyos nuevos. El sol estaba alto.

–Yo prefiero morir rápido o no morir –opinó el hijo–. La muerte nos visita a todos y no podemos cerrarle la puerta, pero no hay que tenderle un camastro a la entrada. Que venga cuando guste. Aquí estaremos sin esperarla.

Pasó otro rato de parsimonia. Algún pez saltó en el agua. El mar les rozó los pies. El sol se inclinó un poco. Tuvieron que moverse para seguir la sombra.

–Los peores son los que matan lentamente –continuó el padre–. Fuerzan a los otros a matarse trabajando trabajos tontos y sin sentido. Y al hacerlo se matan solos en otra cosa que tampoco importa. No saben lo que hacen.

El hijo recogió una rama y la aplastó de a poco. Las virutas se esparcieron al viento.

–Cuando la muerte venga voy a estar en casa. La invitaré a cenar. Comeremos bien y nos reiremos, como viejos conocidos. Después me iré sin despedirme. Nadie lo creerá extraño.

–Tú naciste cuando ellos ya estaban, pero yo estuve antes que llegaran. Antes tu abuelo y tu bisabuelo. Eres de aquí. Vas a casarte con una prima y vas a pescar toda tu vida. Nunca matarás a nadie.

–Voy a casarme con una prima y quedarme aquí, a enmendar redes y pescar con ellas.

–Sí.

A lo lejos pasó una lancha.

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