Plantíos

A veces Jurado se entretenía mirando las nubes. Su tía bisabuela le había asegurado siempre que en ellas podían leerse presagios. Esa vez, Jurado leyó mal, creyó ver en esa tropa de algodones borregueantes la hermandad de muchos hombres andando apaciblemente hacia el mismo fin. Volvió tranquilo a su melga de siempre. Era la cosecha de papas. Había que escarbar con cuidado, jalar el tallo pero estar atento a las uniones, a los caminos que lo llevarían a otros tubérculos, no abandonar el surco hasta estar seguro de haberlo despojado de cada uno de sus refugiados. Ya era casi tan bueno como habían creído cuando lo mandaron hasta allá, sólo porque cuando llegó con la cuerda y le preguntaron su oficio contestó:

–Yo siempre quise ser agrimensor.

De agrimensura sólo sabía ahora calar el tiempo que le iba a tomar cumplir con su melga de diez surcos, para ir luego a la milpa a cazar tlacuaches que le vendía por pieza al viejo Efrén, sólo los machos, pues con sus miembros bicéfalos maceraba Mamá Bonita un ungüento con dones pasionales infalibles. De verga en verga fabulosa había logrado en cinco años un ahorro envidiable que escondía entre las tejas sueltas de su celda y que le aseguraría un pasaje tranquilo cuando lo liberaran. No faltaba mucho para eso, pero no hablaba al respecto porque conocía la costumbre de zopilotear las pertenencias del casi libre, de tratarlo como muerto en vida. Tampoco había indagado entre las autoridades, para no parecer muy desesperado. No había recibido avisos. No importaba: tenía bien contados los días, estaba por salir.

Jurado trabajaba el doble en esos días en que las nubes le mintieron. Sentía la urgencia de juntar lo más posible para no tener un solo tropiezo en el largo camino hacia Guadalajara. Debió sospechar el engaño nímbeo cuando los murmullos se levantaron en los plantíos, y de alguna manera lo hizo porque comenzó a escabullirse, a llegar tarde al rancho, a atacar la hectárea en sentido contrario. Y cuando se cruzaban sus paralelas terrosas y los escuchaba decir que el Niño había llegado a Aserradero, que el Calafate trabajaba sin tregua, que el Papa Negro tenía prometidos a todos los de Caleras, entonces bajaba la vista y se hacía el desentendido, metía la mano en la tierra, sacaba otra papa. Él ya iba a salir, que no lo jodieran.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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