Playa

Que la isla era una mierda lo habían sabido los primeros en llegar a ella. Él llevaba tres semanas

Con asma era imposible cualquier cosa, menos discutir con Moisés. El muy estalinista se retorcía

repitiéndoselo al idiota de Andrade, que se hacía el enfermo para no trabajar en lo absoluto. Pero

el bigote con ademán de gulag, de estaremos-en-la-siberia-tropical-pero-igual-yo-mando y le deja-

él sabía muy bien que no tenía nada fuera de ese aire de mártir atroz que apoyaba en su facha de

ba todo el trabajo como si él supiera levantar un refugio o encender fuego. ¿Qué no veía que la li-

poeta. Por eso había que desconfiar de los intelectuales, tarde o temprano terminaban siendo una

teratura atrofia? Claro que no lo veía, Moisés era un líder y así se comportaba. Habría que ver có-

carga. Y mandarlos a la producción tendría sólo los resultados inhumanos que eran evidentes: sin

mo iba a hacerle para empatar sus ideales igualitarios con ese innegable cariño por lo castrense,

fuego, sin refugio, sin comida, casi sin agua. No se podía confiar en ellos. Tres semanas de ir ras-

por las botas y las órdenes y las ejecuciones sumarias. Si lo había defendido frente a Emilia había

cándole a la isla lo que se dejara, de perseguir cangrejos y dormir con arena en las orejas y nunca

sido porque ese motín tenía que hacerse de alguna manera, y Moisés era el único con el carácter

nunca entrar a la jungla.

para unirlos a todos. Claro, mientras no tuviera que pasar de los árboles.

La isla era enorme, en realidad. Decían que había cabras y venados, cocodrilos, hasta pu-

La única vez que lo intentó, lo vio volver con los ojos desorbitados y enfurruñarse en una

mas; cada tanto se organizaban expediciones de caza. Cuando los dejaron no lo hicieron, segura-

roca de la playa, a salvo de lo que quiera que hubiera visto. En el fondo, Moisés era un hombre de

mente para hacerles más duro el abandono. Y vaya que lo era. Hasta extrañaba el confinamiento

ciudad, tan poco apto como él para esa vida al margen, aunque se esmerara en restregarle su pe-

solitario en Lecumberri, ahí sabía que había salida, que era un muro, centímetros de roca entre él

queñoburguesismo literario. Y no es que él lo ocultara, al contrario, por eso ni siquiera había inten-

y el mundo. Aquí, el mundo empezaba tras el horizonte. Podían olvidarlos, podían dejarlos adrede

tado adentrarse en la selva. Además, no necesitaba experiencias traumatizantes para percatarse

para librarse de ellos, una ley fuga más sofisticada. Y eso hacía este encierro mucho peor, la falsa

de que algo estaba muy mal tras la hojarasca, se sentía nomás de verla. Moisés, por supuesto, no

libertad. De por sí en las islas les daban ese libre movimiento nomás por torturarlos, por que sin-

lo entendía, positivista como era. Necesitaba evidencia, las pruebas tangibles, sueños de la razón,

tieran levemente lo que sería estar afuera. Pero en María Madre había director, soldados, cabos,

meterse a la boca del lobo y salir lleno de baba y sarro y marcas de colmillos. Y después quedarse

autoridad tangible. Alguien en quien encarnar la injusticia. Aquí, en cambio, no había quien impi-

horas pensando inútilmente, buscándole causalidad y sentido a lo que no quería tenerlo. Había al-

diera la fuga, ni siquiera algo: agua hacia todos lados, mar atravesable. Pero con la jungla era pe-

go fuera de lugar en la selva, se sentía y eso era suficiente. Él no iba a entrar, no lo había requeri-

or. Al mar podían llamarlo muros de agua, seguramente así alguien lo llamaría, después de todo,

do en tres semanas y no iba a empezar ahora. Se estaba bien en la playa, había mucho tiempo

cruzarlo a nado era suicidio y no tenían un bote ni los medios para construirlo. Pero la jungla era

para pensar mientras se veían las olas. Se estaba bien hasta que entraba el hambre. Y entraba

distinta, no entrar era decisión propia. Los muros estaban adentro. Era el sistema que te jodía y te

casi siempre. No es que no tuvieran provisiones, sino que no sabían prender el fuego. Una cosa

volteaba sobre ti mismo. El sino del individualismo capitalista. Esa jungla lo obsesionaba, esa mal-

era entender la teoría, chocar los pedernales y listo, la chispa, otra muy distinta era lograr que la

dita imposibilidad de adentrarse en ella, ese miedo primigenio que le escalaba por los poros. No

flama agarrara en cualquier parte. Con los pocos cerillos que no les habían confiscado habían he-

recordaba lo que había pasado aquella vez. Recordaba el día siguiente y el gesto de Andrade, su

cho algo, un pequeño fuego extinguido en la primera lluvia. Otros varios que corrieron la misma

miedo ni siquiera disimulado, sus razones mitológicas. No entendía cómo había ingresado al parti-

suerte. Por eso no habían muerto de hambre. Ya no quedaban cerillos. No había fuego y las len-

do semejante retrógrada. "Lo inefable", qué patraña enorme. El comunismo era el progreso, la uni-

tejas no se dejaban mascar tan fácil, cuatro kilos abandonados, acumulando arena, y los cangre-

dad de los hombres en las verdades universales. No recordaba lo de aquella vez y sin embargo

jos cada vez más ufanos, burlándose. Si no comían pronto iban a volverse locos, a matarse entre

tenía en la piel algo que lo dejaba en ella, algo que lo repelía de la jungla. Aun así, a veces se pre-

sí. Como si les faltara tanto. Las discusiones eran cada vez más álgidas, Moisés aumentando su

guntaba si no estaría mejor allá que con este menchevique, Andrade viéndolo con su sonrisita iró-

propensión a la purga estalinista mientras él se olvidaba de las conciliaciones. No ayudaba que el

nica y su ideología trastocada. Seguro pensaba justo en él, seguro que lo juzgaba con sus categorí-

tema fuera el suyo. En nombre de la revolución podía soportar muchas cosas, pero no que el arte

as estéticas y sus libros importados. No entendía que eran lujos burgueses que sólo llevaban a la

sufriera y menos a manos de ese militarista iletrado. No había más que empezar con:

depravación capitalista, por eso había que contestar inmediatamente:

—¿Habrá tenido efecto?

—Estamos aquí, ¿no?

—Qué romántico. Me preocupa que fuera muy burdo.

—El proletariado es burdo, no tiene tiempo ni interés en refinamientos.

—Tus interpolaciones estuvieron de la chingada.

—Mis interpolaciones fueron lo único realmente revolucionario de la obra. Tu texto no daba

—La revolución que vale la pena se ampara sola, sin torcerle la mano al arte.

cuenta de las necesidades ideológicas. Eso no era arte, era propaganda. Ése es tu problema, pones

—Es igual. La mejor propaganda es la que no se nota, la que convence de soslayo. Estás

tu individualidad sobre el bien común.

en contra del capitalismo y escribes publicidad para cervezas. Dime quién va a tragarse eso.

—Ellos, ése es quién. ¿O crees que podemos hacerlo nosotros solos? ¿De qué te sirve la

—Lo que te digo, los sigues subestimando. Así lo único que vamos a lograr es que tumbe-

élite intelectual sin el pueblo?

mos un estado por otro igual de opresor, con las mismas clases aunque se llamen diferente.

—Esa Mildías ya te está volviendo anarquista, Andrade. No hay que creerle a las mujeres.

—No le gusta que le digan así.

—Se te meten en la hamaca y te revuelven la ideología.

—Ideología. Para ti esa palabra es una excusa dogmática.

—Reconocerla es lo que nos separa de los alienados.

—De los infieles.

—Está en el La ideología alemana, a ti que te gusta leer tanto.

—No hay más Marx que Marx y Stalin es su profeta.

—Muy listo, tú, muy inteligente. Pero déjame decirte algo, menchevique de mierda, a mí no

—Qué dices, pinche dictador, todo es hermandad universal hasta que alguien no está de

me vas a dar vueltas con tu cultura apantallapendejos. Habrás leído, pero no entiendes las bases,

acuerdo en los detalles. Y ni hables de bases, que no se te ha visto levantar un dedo por la causa,

el trabajo de sudor en la frente que hacen los que están en la mera trinchera del proletariado, que

aquí estamos sin fuego y casi sin refugio porque el comandante sabe dirigir el movimiento, pero ni

por hacerte el poeta desdeñas y míranos: lo del fuego es tu culpa, estoy hasta la madre de rumiar

se le ocurra a uno pedirle que aporte en especie porque se ofende. Quién te hubiera adivinado lo

lentejas crudas, y si tenemos refugio es porque yo agarré el lazo y recolecté las hojas de palma,

milico con restos de latifundista, Moisés, quién te viera rezongando porque el pueblo, que sólo soy

que es más de lo que tú hiciste, pinche intelectual inútil. Si por mí fuera, no estarías siquiera en el

yo, no quiere que lo explote el politburó. Desconfías de los intelectuales porque sabes que no nos

partido, que poca falta nos haces.

engaña tu mesianismo barato, tu prédica con el ejemplo mientras haya quien aplauda.

Y entonces Andrade aplaudía y él tenía que irse al otro lado de la playa para no asesinarlo

Se perdían por horas en esas diatribas sin sentido que en el fondo ninguno de los dos dis-

con sus propias manos, hundirle los dedos en la tráquea y olvidarse por siempre de sus traiciones

frutaba, pero que necesitaban para pasar el exilio. A veces se preguntaba si no funcionaría justo

y sus provocaciones. Pero sabía que lo hacía a propósito, en el fondo estaba seguro que llegado

así el mundo, una playa enorme flotando en el espacio con dos mil millones de personas que en

el día iba a estar a su lado o a sus pies y acatar sus órdenes como era lo correcto. En realidad An-

realidad son dos a secas, él y Moisés desquitando sus frustraciones en vez de tantas opciones

drade sabía que dependía de él completamente, que sin su dirigencia se iría todo al carajo. Y si no

más sensatas.

por qué cuando llovía lo tenía ahí junto, bien enfundado bajo las palmas y sin quejarse de las go-

A él a veces le gustaba pensar qué estarían haciendo en la otra isla, era increíble que pu-

teras. Entonces ponía su cara de poeta y él sabía que lo había perdido, que era el único en pen-

diera extrañar algo que no había disfrutado nunca. Hay nostalgias masoquistas. Pero igual se pre-

sar en lluvia y hambre y en cómo carajos iban a sobrevivir hasta que vinieran a recogerlos. Por lo

guntaba cómo estarían en las eras, qué estarían haciendo con esta lluvia. Hasta llegó a envidiar-

menos había tenido la idea de dejar el tambo de agua abierto, a ver si con lo que caía se salvaban

les las barracas inmundas y los abusos de los cabos. Casi cualquier cosa era preferible a ese ocio

de morir de sed, el agua de mar sabía a muerte y no había aguantado más que unos tragos.

enloquecedor de las semanas en la playa inane. Ni siquiera la lluvia rompía con la monotonía, caí-

Entonces cayó el relámpago y él tuvo una revelación. Lo escuchó clarito, cerquísima, y el

a con un ritmo sosegado exasperante, caía fuerte pero sin tomarse muy en serio, casi como que-

destello lo iluminó todo. Vio la jungla, tan cerrada como siempre, y una luz en el fondo que lamía

riendo sólo mojar, tenerlos acurrucados en esa farsa de refugio y empujarlos hasta el borde. Sólo

las ramas. Una luz ondulante, demasiado clara para ser de fuego, pero que no podía ser de otra

el rayo rompió con la trama, y pudo ver claramente la silueta de María Madre del otro lado del océ-

cosa si él había visto el relámpago caer justo ahí, quién sabe si en el mismo lugar, pero en la mis-

ano. Quién sabe qué estaría viendo Moisés dándole la espalda, estaba muy callado. Ligeramente

ma dirección. Volteó a ver a Andrade para que le confirmara sus sospechas, que había fuego, que

preocupado se giró para toparse con sus ojos desvelados de locura, de fondo la luz en la selva, la

sólo había que ir a recogerlo y protegerlo de la lluvia, que podrían comer de nuevo, que no iban a

misma que había visto tantas veces cuando se despertaba por las noches cuando se sentía observado.

quedarse para siempre en esa maldita isla y en su pedazo de arena. Pero Andrade lo miró asus-

Le vio en los ojos las ganas de ir por ella y supo que lo había perdido. Apenas si intentó retenerlo

tado, qué más podía esperarse. Tomó el machete y se paró de un salto, corrió a la jungla, atravesó

con palabras que no acabaron de salirle de la boca. Lo vio irse con resignación.

los árboles.

Pasaron horas. La lluvia paró. Moisés no había vuelto. Los sonidos de la selva lo enloque-

Un eco sonoro lo hizo dar vuelta. Llevaba el machete en la mano y en la otra una rama a-

cían. Prefirió darles la espalda, machete en mano. Se enfurruñó tanto que el profundo ruido metá-

pagada. No había encontrado fuego. En vez de eso llevaba horas tropezando por la jungla, tajeán-

lico lo hizo saltar. Era el tambo. Estaba en el suelo y toda el agua se había regado. Se quedó estu-

dola desesperado. No recordaba cómo había terminado en andrajos. Los pies le dolían al caminar

pefacto viéndola escurrirse, sin levantarse a rescatar lo poco que quedaba. Allá iba su última es-

descalzo sobre el suelo de piedra y ramas. Llegó pronto a la playa, salió cauteloso a la luz de la

peranza de supervivencia. Entonces vio a Moisés, caminando como animal salvaje al borde de la

madrugada. Y lo vio, el tambo tirado sobre la arena, completamente vacío. Y vio a Andrade acu-

selva. Moisés-lobo con el machete como único recuerdo de que había sido humano. Cruzaron mi-

rrucado en el refugio, a Andrade caliente y seguro viéndolo mientras veía que el agua se acababa

radas y comprendió que eran las últimas, casi no le dio tiempo de pensarlo porque en nada ya

para siempre. Le entró una rabia primigenia, una seguridad certera de que todo era su culpa y se

lo tenía encima blandiendo el fierro furioso. Se tapó los ojos y soltó la derecha con su machete en

lanzó hacia él con el acero en alto. Andrade retrocedió cobardemente y eso sólo atizó su ira. No

ella, con el mismo gesto que hacía cuando su hermano decidía que le tocaba paliza, el gesto inútil

sintió casi el filo sobre la mano que bajaba. Continuó cayendo, lo aplastó con las rodillas y azotó

del perdedor empedernido. No vio que los dedos volaron, ya no vio nada porque tenía a Moisés a-

su cara, lo cubrió de arena, lo golpeó con los muñones entrecerrados y las uñas de la otra, le es-

rañando y golpeando, escurriéndole la sangre en los ojos y la boca y sentía cómo la fuerza se le

cupió insultos, le escarbó los ojos, ignoró las manos que intentaban contenerlo, que intentaban ca-

escapaba, cómo en cualquier momento todo iba a tornarse blan

da vez con menos ganas, siguió rasgando y pegando hasta que dejó de moverse, entonces tomó


un machete y continuó con el filo, los golpes secos tornándose húmedos mientras el charco crecía


y lo absorbía la arena.


Lo encontraron en la playa, a un lado del cadáver infestado de cangrejos, la mano derecha


metida en la arena ardiente, la izquierda con una tenaza destrozada entre los dedos, la boca mas-


ticando minuciosamente. La mirada perdida en la jungla.

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