San Juanito

—¡Señoritas! —grita Vargas desde la Huatabampo—. ¿Qué tal las ha tratado el santo?

La encalló en la playa, porque por mucho que disfrute verlos luchar contra las olas, sabe que la utilidad del guano depende de su ausencia de humedad, y habría sido suicida sabotear uno de los principales medios de subsistencia de las islas. Eso lo pone de un humor que intenta disipar tirándoles a los cuatro apelativo tras apelativo que él cree denigrantes, pero que los dejan a ustedes secos. Se anima un poco al notar que eres tú el que carga todos los costales.

—Así que ya se conocen, ¿eh? —te espeta burlón con una palmada hercúlea que te tumba de bruces sobre la arena cubierta de mierda fresca—. ¿Ya son buenos amigos?

Te levantas con trabajos y te pasas el antebrazo por los ojos. Sólo consigues embarrarte el guano por todo el rostro, en una suerte de maquillaje deslavado y fétido. Vargas se ríe con retumbos que duran el tiempo que tardan el Panteón, el Mientras y Ocelote en subir a la lancha y ocupar los mejores lugares: al frente, lo más lejano posible del capataz de la isla y del motor fuera de borda que se ve obligado a operar.

—Mejor déjatela, Mares —te dice con otra palmada que te estrella contra el casco del bote—, dicen que esa mierda te pone la piel suavecita suavecita. Y tú quieres ser bonita, ¿no?

El golpe hace a la Huatabampo vibrar con ruido de rama seca. Vargas sube de un salto y se acomoda junto al timón.

—Eh, eh, eh, eh, eh —te amonesta cuando ve que intentas encaramarte—. Empújele. No sea güevón.

Te enfrentas a la tarea imposible de mover trescientos kilos de hombres y un tercio de eso en sacos de guano. Tus brazos abusados en un día de trabajo forzado apenas te permiten el intento. Tus pies desnudos se hunden en la arena, marcan surcos cada vez más profundos, que las olas cada vez más frecuentes llenan de un lodo blanquecino en el que chapoteas cada vez más desesperado, sintiendo cómo su nivel te pasa de los tobillos a las pantorrillas a las rodillas. Una mucho más grande que las anteriores te cubre hasta la nuca. La Huatabampo flota, su proa te golpea en plena frente. Apenas oyes a Vargas encender el motor. Una mano te toma por la muñeca.

—Súbete, pendejo —te grita el Mientras.

Tienes medio tronco al interior cuando la lancha arranca en reversa. Caes con la nariz en el anverso de la quilla. Te levantas ligeramente ensangrentado y te limpias con lo largo del índice. La sangre sale mezclada con guano en una pasta rosácea.

—¿En serio sirve pa’ la cara esta madre? —preguntas sin saber muy bien a quién.

El Panteón murmura contra sí mismo, con estertores espontáneos cuando el desacuerdo es muy grande; Ocelote no se digna a ver el interior de la embarcación, sus ojos fijos en la ruta por delante; el Mientras te sonríe.

—Claro, dicen que la esposa del Director es una entusiasta, que la usa todas las noches.

—¿Y nadie le dice nada?

—¿Tú le dirías a tu esposa que se embarra caca de gaviota en los cachetes?

Te encoges de hombros. Es demasiada especulación. Restriegas la pasta en tu mano contra el borde de la lancha y decides que lo mejor será esperar a que lo que sigue en tu cara se seque para lavártelo más fácil.

—¡Mares! —te grita Vargas desde la popa—. ¡Ven acá!

Miras inquisitivamente al Mientras, quien alza las cejas en señal de quiénsabe, allátú. Te deslizas junto al capataz. Inmediatamente te prende de la nuca.

—Yo creo que ya fue suficiente tiempo, ¿no? No te vaya a hacer daño la mascarilla.

Acto seguido te hunde la cara en el mar, con la misma mano manteniéndote debajo y evitando que te caigas por completo. La sal te entra por la nariz y haces un remedo mudo de estornudo. Las burbujas se pierden en la estela del motor. Pasan segundos infinitos. Sientes la mierda arrastrarse por tu rostro, hacia tus sienes, a lo largo de tu pelo. Estás seguro de que oyes la hélice y que cualquier movimiento en falso te rebanará la cara contra ella. Tras una eternidad salina viene el jalón, el estar suspendido en el aire, el chocar chueco contra los costales. Tardas más de lo que deberías en recuperar el aliento. Jadeas.

La risa de Vargas dura el resto del trayecto.

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