San Juanito

—Te estás preguntando por qué me dicen el Mientras.

—De donde vengo, nadie pregunta, cashlan. Las cosas se saben o no se saben.

—Habla demasiado. Odio a la gente que habla demasiado.

—Quizás te lo diga un día de éstos.

—Así que debieras averiguar, sí. Vos solo.

—Mis clientes nunca hablaban. Eso era agradable.

—Quizás hoy. ¿Cuánto llevas con nosotros?

—Seguirle el rastro a la presa. Esta tierra es jungla y todos somos cazadores.

—No gritos. No alarmas. No sangre. Muy agradables.

—No importa, me caes bien, me cae.

—Algunos no, algunos son presas. ¿Vos qué sos, cashlan?

Los tres se detienen a mirarte. Continúas masticando la masa agria que les toca de almuerzo. Sabe a mar. Nunca se seca lo suficiente. No has decidido todavía si eres capaz de tragártela. Cada día te sorprende que lo logres. Intentas hacerte el desentendido, pero ya sus ojos se cruzaron y no puedes fingir sordera. Ocelote es el que se ve más amenazador: hacia él debe ir la respuesta. Empujas el bolo hacia un cachete. Abres los labios.

—Me llamo Almeo Gallasco, pero me dicen el Mares. Maté a un perico, pero me endilgaron a una viejita. La última vez que conté esta historia, todos murieron.

—¿'Caso intentás asustarnos, cashlan?

—Mis clientes no asustan. Las gentes dicen que sí y no es cierto.

—No le toques el orgullo a Ocelote, Mares. No seas pendejo.

—Mis clientes son amables. Mis clientes son bellos.

—Porque cometés un error. Nos quieren aquí lejos porque nos temen.

—Si quieres sobrevivir aquí en las islas, mejor júntate conmigo y hazme caso.

—Nos quieren aquí lejos porque somos los más talludos.

También son los peores conversadores, pero eso no puedes decírselo. De todos modos es difícil oír sus voces entre el alboroto perenne de las gaviotas. Graznan sin parar. Gritan y gritan y no parecen tener otro propósito que enloquecer a esos humanos que no acaban de admitir en su isla. Tampoco dejan de cagar nunca. Ya dominaste el instinto reflejo de dar saltitos imperceptibles para esquivar los goterones de mierda. O tal vez sea eso, tal vez sea el guano. La peste te penetra desde todas direcciones, hasta hace que el almuerzo sea casi comestible. Casi. Lo empujas hacia el cachete contrario.

—¿Y por qué el Mientras?

—Sabía que te lo estabas preguntando. Eres una ventana, Mares.

—No hay que dejarse ver, cashlan. Saber es matar.

—Nadie me veía. Todo estuvo bien mientras nadie me veía.

—Verás, a mí lo que me gusta son las mujeres.

—Quien tantea bien la presa mata seguro.

—Mis clientes eran felices. Nunca se quejaron.

—Y de las mujeres, los ojos.

—Pero hay presas y hay presas.

—Fueron los otros. Los que no entienden.

—Y de sus ojos, la sorpresa.

—Yo jui subiendo: conejo, armadillo, venado, jabalí. Ocelote.

—Sólo hay amor si no hay respuesta. No entienden.

—Adivinarles el terror cuando adivinan el cuchillo.

—Pero el ocelote es presa. Nomás el hombre caza de veras.

—Mis clientes agradecían mi último abrazo. Tenían paz en sus caras.

—No me importa manchar las sábanas, ¿no es señal de pureza?

—Cazar cazador, cazar soldado, cazar cacique.

—Y cumplía con mi comercio. Mis clientes descansaban.

—También me gustan los gritos. El placer y el dolor no son contrarios, Mares, sólo yo distingo el cambio.

—Cazar hasta que me cazaron.

—Yo era feliz en el panteón. Mis clientes también.

—Sólo yo y la cabrona de la vecina.

—Y no se dignaron matarme.

—Pero aquí no hay panteón.

—Ni mujeres.

—Ni quién merezca estas garras.

—Se cuidan en vano —concluyes—. Pendejos.

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