Mediodía

Ya lograste controlar el motor. Ahora lo sostienes con el pulso firme, todavía a dos manos porque tu anemia acumulada no te permite otra cosa. Le temes al oleaje irregular, le temes a la ballena ocasional, le temes a dejar de ver la punta de la lancha y que se te deslicen los ojos hacia el centro, hacia Ocelote desangrándose contra las tablas y el Mientras intentando ayudarle sin que se percate, el rojo cada vez más obvio, el orgullo más engarrotado. Ocelote va a morir y lo saben todos.

–Papelillo –murmura el Panteón hacia la izquierda.

El Mientras se asoma y algo le sugiere esa aldea de pescadores tediosos que apenas se adivina en la vegetación desbordante de la isla vista desde lejos.

–Mares, date vuelta.

Comienzas el giro que tanto trabajo te toma, te sientes jalar la Huatabampo con sólo tus brazos y a ese desvío se opone el océano, la atmósfera, el planeta entero que viras bajo la lancha a partir de ese timón que le está clavado y que los une trágicamente. Rotas la Tierra sobre tu eje y

–No.

Su voz es tan dura como antaño, aunque le cueste existir, aunque se la escuche apenas, aunque más bien se la imagine. El Mientras quiere volver al centro del casco para explicarle que

–No.

Pero él ya lo sabe. Ha matado lo suficiente como para reconocer los signos en su propia carne. Se oprime vanamente el hombro destrozado y endurece la línea de los labios. Lo sabe muy bien.

–Yo a esa isla no me devuelvo.

El Mientras te suspira resignación. Tuerces el mundo hacia el sureste, casi en asíntota, buscando con los ojos un lugar que nunca has visto. Tienes que aguzar el oído para escuchar los murmullos del Panteón por sobre el borboteo insistente del motor. No te agrada acercarte a la isla, sospechas inválidos detrás de cada una de las ramas que ya comienzan a distinguirse, o los arbustos, o la hojarasca. Soldados agazapados y prestos a la emboscada. Con la cercanía adivinas un brillo metálico, una sombra antropomórfica, la punta de un rifle, una bota, una pata de muleta, un garfio retorcido, los goznes, una gota de aceite, la mueca dolorida, el entumecimiento, el dedo en el gatillo, la orden, la

–Aquí.

La indicación repentina te sobresalta. Vuelves a las hojas, a los troncos, al enramaje y a las rocas, al litoral deshabitado. Frenas. El Panteón tiene el dedo fijo en una dirección hacia la que el Mientras se propele. Cruza en dos pasos la playa casi inexistente y se adentra en la selva. Regresa jalando una balsa improvisada que le cuesta arrastrar por la arena, sobrevivir a la rompiente, acercar a la lancha. Se monta con el cabo entre las manos y se lo deja enredado en lo que termina de bufar su agotamiento. Tú te bajas agarrado apenas del borde, la balsa en bamboleo, te tiras de espaldas y te aferras con cada poro, apretando con las ganas lo que tus manos no pueden cumplirte porque se afanan en desatar las cuerdas del equipo perfectamente asegurado. El Panteón te estira los brazos para recibirlo. Suben siete galones de gasolina, dos de agua, carne de iguana salada, cuatro mudas robadas a los empleados, una lata con los ahorros de los años de encierro.

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