Poniente

Comenzó con una mirada torva. El Mientras te clava la sonrisa cómplice. Tú te pones nervioso con ese pulso delator que tanto mermó tu insípida carrera de carterista. Volteas a ver al Panteón, que por fin ganó sus discusiones internas y está rígido, resorte listo para el salto. Ocelote por primera vez retiró la vista del horizonte. Te observó primero a ti, luego al Panteón, al Mientras. Ahora es hacia Vargas. Lo mide como la presa en que se ha convertido.

–¡Mares! –te grita el capataz–. ¡Ven acá!

Ya se dio cuenta de algo. Tiene la mano sudándole sobre la cacha del revólver y los nudillos blancos en torno al mango del motor fuera de borda. Te tropiezas hasta la popa con los ojos pegados al suelo y te quedas parado frente a él, ligeramente jorobado, cachorro presto al regaño.

–Sostenme esto. Si lo mueves, te enfrío.

Te da el timón y tienes que agarrarlo con las dos manos para que la vibración no te controle. Vargas se para de un salto que hace bambolearse la Huatabampo.

–¡Eh, pendejitas! –le grita al resto–. ¿Qué se traen? ¡Mucho chisme allá enfrente!

Quiere sacar el revólver para darles a sus palabras el peso de una bala al aire, pero no ha acabado de desenfundar cuando ya tiene a Ocelote encima. Retrocede involuntariamente, en parte para estirar el brazo y apuntar y en parte por esos ojos felinos que le calan el miedo hasta desacomodarle las vértebras. Tú te tiras en ovillo porque intuyes lo que viene, con las manos protegiéndote inútilmente oído y nuca. El motor suelto se mueve a su antojo y la lancha se queja en una cabriola. Entre el desequilibrio y la retirada, la pantorrilla de Vargas choca con tu costado, su corpetón pierde el centro, se ladea, alcanza a soltar un tiro antes de que el golpe contra el borde del bote le arranque el revólver de la mano y termine de nuca entre las olas, con la espuma cubriéndolo entero.

Te tardas en reaccionar al disparo que se escucha ínfimo en el mar unánime. Por fin alzas la cara, comprendes que se ha terminado y abrazas el timón de nuevo. La Huatabampo se endereza.

–Devolvete, cashlan –te ordena Ocelote–. Hay que terminarlo.

Tiene el revólver en la izquierda y la otra cubriéndole el mismo hombro, apretando firmemente. Su camisola ya gotea de sangre. El Mientras te hace seña contraria.

–Déjalo, no creo que sepa nadar de todos modos.

Pero sí sabía. Estuvo a punto de ahogarse por tragar las olas mientras los insultaba, pero sabía. Cuando se perdieron de vista tuvo que decidir hacia dónde irse. Quedaba más cerca San Juanito.

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