La muerta

Clemens Setz

Salió primero aquí, pero el libro en su totalidad sigue inédito. (Guiño, guiño).

Cuando Markus Kellner llegó a su casa del trabajo, encontró a una mujer desnuda tirada en la alfombra de su sala. Su pelo enmarañado le recordó la manera en que dibujaba nidos de cuervo o cimas de árboles cuando era niño; su piel brillaba, como si estuviera esmaltada, y cuando la volteó bocarriba con cuidado, para hablarle y así tal vez averiguar quién era y qué hacía en su sala, comprobó que estaba muerta.

De un salto, Markus fue a la ventana y cerró la cortina. De hecho, era demasiado temprano para hacerlo: afuera seguía claro. La primavera acababa de empezar hacía un par de días, y el sol apenas iba a meterse en una hora, como a las seis. Unas pocas semanas antes había desaparecido siempre como a las cuatro, pero ahora los días ya habían aprendido, mantenían su brillo cada vez más tiempo en pie, y muy pronto los reemplazaría la brasa veraniega que ya traían dentro de sí.

En esos días templados de primavera, los rayos del sol vespertino siempre eran lo primero en saludar a Markus cuando cruzaba el umbral de su departamento. Dejarlos fuera ahora le causaba dolor de cabeza, sentía como si el cuarto tuviera migraña. Pero no tenía de otra; al fin y al cabo, había una mujer muerta en el suelo de su departamento. La piel alrededor de su boca y narinas se veía como si alguien la hubiera usado de lija para cerillos. Markus levantó a la muerta y la sentó sobre una silla. Se cayó inmediatamente: sus articulaciones eran como gelatina; su cuerpo, como un balón lleno de líquido. Lo intentó de nuevo, pero otra vez no se quedó sentada, sino que se arqueó hacia el frente, como quien tiene que vomitar de pronto, y estrelló la cabeza contra el suelo de parquet. El fuerte golpe devolvió a Markus a la realidad: fue deprisa a su estéreo y lo encendió. La música le ayudaba a pensar.

No podía dejar a la muerta ahí tirada en el suelo, porque los muertos se transforman; su superficie no es tan estable como la de los vivos. En el fondo ya sólo les interesa una cosa: desintegrarse. Para desaparecer de la manera más absoluta posible, necesitan un subsuelo propenso al intercambio, tal vez un suelo de bosque o un pantano. Algo con lo que puedan fundirse lentamente. Ahí, no obstante, no había nada por el estilo, así que tenía que ocurrírsele algo. Agarró el control remoto y subió el volumen de la música.

Se le ocurrió que hacía poco había escondido un gran avión de madera detrás de su calentador. Eso había sido la semana anterior, cuando sus padres estaban de visita y él quería evitar que vieran el modelo. Detrás del calentador había mucho espacio, ¿pero también cabría el cuerpo de una mujer adulta en ese rincón? Markus tomó una cinta métrica y midió a la muerta. Bueno, tenía que intentarlo.

Se esforzó más de media hora, pero al final seguían sobresaliendo la cabeza y la mitad del torso. Sin embargo, un éxito parcial. Durante un rato, Markus sólo se quedó ahí sentado, recargado contra el marco de la puerta y viendo al vacío. ¿De qué habría muerto la mujer? No había descubierto marcas de estrangulación ni moretones. Lo que quiera que hubiera sido, su cuerpo parecía no haberse lastimado en el proceso. Tal vez envenenada. O de causa natural. Pero todavía era muy joven, Markus le calculaba entre veinticinco y treinta años.

Se levantó, se estiró. No, eso se veía horrible. El avión de madera había estado seguro detrás del calentador, pero el cadáver lo vería cualquiera que entrara al cuarto. Tenía que pensar en otro escondite.

Mientras recorría mentalmente todos los rincones de su departamento, jaló a la muerta hasta sacarla de atrás del calentador. Como estaba desnuda, se dañó en algunas zonas con su jalar y tirar impaciente. La parrilla del calentador cortó la piel pálida como si fuera mantequilla. Pero sólo brotó un poco de sangre: el corazón ya no latía, los vasos sanguíneos ya no estaban bajo presión. De todos modos, quedaron un par de manchas feas en el piso y sobre los tubos. Markus fue al baño y tomó un trapo húmedo, con el que limpió la parrilla. Era primavera, y si dejaba ahora secarse el fluido corporal, el calentador, cuando lo volviera usar el siguiente invierno, comenzaría a apestar horriblemente.

Tomó a la muerta por los brazos y la arrastró de vuelta al vestíbulo. Otra vez dejó algunas huellas a su paso, ahora huellas largas y rojas de arrastre. Fue al baño sacudiendo la cabeza, tomó un segundo trapo y se puso a tallar. En serio que a veces era de cabeza lenta, realmente lerdo. Para que no volviera a pasar algo así, envolvió a la muerta en toallas de baño grandes, de pies a cabeza. Así también era mucho más fácil de jalar por el piso de parquet.

La música del estéreo se calló, y un locutor presentó al bajo, la batería y la flauta transversa por sus nombres de pila.


Durante la noche, Markus dejó a la muerta envuelta y acostada en la tina. Al día siguiente estuvo a punto de dormir de más, porque creyó entre sueños que el ruido del despertador era el croar de despedida de una rana, a la que lanzaban en un pequeño cohete hacia una órbita geoestacionaria alrededor de la Tierra. Le quedó el tiempo justo para un desayuno ligero; luego, tomó el autobús al trabajo. Volvió a casa ya entrada la tarde.

En cuanto entró, notó el olor. No era fuerte, pero ahí estaba. Pasó al baño. La muerta yacía ahí igual que la noche anterior, sólo que, en la toalla que cubría su cara, se había formado una mancha que le recordaba un poco a una hoja de maple.

Había sido un día pesado en la oficina, y a Markus normalmente le habría encantado tomar un baño, se habría estirado en el agua caliente, meneando los dedos de los pies, y todas las preocupaciones que revoloteaban en su cabeza se hundirían lentamente en crepitantes montañas de espuma. Tal vez hoy todavía soportara renunciar a ese ritual de limpieza diario, pero como solución a largo plazo, era seguro que esa situación no sería tolerable. En el fondo, ya estaba nervioso. Jaló a la muerta afuera de la tina, la rodó hasta el cuarto contiguo y enjuagó la bañera con la regadera hasta limpiarla. Usó casi toda la botella de limpiador antes de tener la sensación de que podría meterse desnudo sin sentir demasiado asco.

Pero antes de tomar un baño, se dedicó a meter a la muerta en el armario semivacío de su estudio. Qué curioso que no se le hubiera ocurrido antes. Al fin y al cabo, una vez ya había acomodado ahí un juego entero de persianas enrolladas (parecían tubos de dinamita, con el cordón blanco sobresaliendo de la parte superior). La muerta cabía bien en el armario, pero cada vez que Markus intentaba cerrar la puerta, se inclinaba hasta salirse, y tenía que atraparla. Como en un reencuentro después de largo tiempo, le echaba los brazos al cuello. Al final le fijó las muñecas con cinta adhesiva a la pared de madera y también pegó la ventila al suelo con varias capas, hasta que tuvo la sensación de que así podría aguantar por lo menos un par de días.

Llevaba exactamente tres minutos en el baño y jugueteaba con la regadera de mano cuando oyó el golpe. Cerró el agua y escuchó atento. Todo en silencio, pero no importaba: ya sospechaba lo que había pasado. Salió del baño medio desnudo y volvió a entrar a su estudio.

La vista de la mujer, que yacía horriblemente contorsionada medio en el armario y medio afuera, era tan ridícula que Markus tuvo una especie de estornudo chillante, causado no por una irritación de sus mucosas nasales, sino por su capacidad imaginativa.

Antes de poderla levantar, primero tenía que desdoblarla, sí, desdoblarla en serio, porque se había… por Dios, ni siquiera un contorsionista tendría más remedio en una postura así. Pero era un cadáver, se dijo, nada vivo. No se podían usar los mismos criterios.

Tal vez fuera mejor dejar a la muerta así como estaba, una maraña de brazos y piernas y tronco con las costuras casi reventadas. El transporte de todas formas fue más fácil, pero, como era de esperarse, así ocupaba más espacio que en su estado desdoblado.


La alfombra de la sala de Markus era venerable. Ya había resistido muchas generaciones, el corretear de los pies infantiles se había convertido sobre ella en el andar pesado de la vejez y la responsabilidad, había acogido a parejas de novios y a visitas fúnebres, su diseño había ocupado el seso geométrico de unas veinte personas o más, había sobrevivido guerras mundiales y tiempos de euforia y de caos inspirado; en resumen, no era una alfombra como para meterle una muerta abajo.

Markus lo sabía. Lo sabía muy bien y aun así… no se le ocurrió otra solución. Lo había intentado todo: el armario, el calentador, la tina. Aparte de agarrar a la muerta y lanzarla de piernas, cuello y boca por la ventana, no le quedaba mucho más que hacer. Y además, el tiempo apremiaba.

Levantó la pesada alfombra con ambas manos y empujó y pateó con los pies a la muerta hasta la zona que tenía las tablas un poco más pálidas. Esas tablas vírgenes de luz y gente eran sin duda la parte más sensible, más íntima del departamento. Le tomó un rato, pero por fin puso a la muerta en la posición correcta y extendió la alfombra sobre ella. Sintió un gran alivio cuando el pesado y grueso tejido, oloroso a pasado y cuero de zapatos, cayó sobre el cuerpo extraño y lo desapareció como por arte de magia. Estuvo a punto de aplaudir.

El nuevo montículo en la alfombra se parecía un poco al modelo tridimensional de un mapa topográfico. Las elevaciones que causaba el cuerpo de la muerta correspondían, por casualidad, exactamente con el diseño concéntrico de la alfombra. Así, las zonas más oscuras estaban en el punto geográfico más alto (el hombro, que siempre resaltaba un poco hacia arriba cuando la muerta yacía bocarriba). El conjunto casi daba la impresión de haber sido acomodado así a propósito, para hacer más fácil la orientación.

Esa solución era sin duda la mejor hasta entonces. El único problema era pasar por encima de la muerta, porque entonces tropezaba uno con la alfombra alebrestada. Así que Markus movió su enorme escritorio, que de todos modos nunca usaba para nada con sentido, de su estudio a la sala, hasta que estuvo exactamente encima de la cordillera en la alfombra. Así, por lo menos ya no iba a tropezarse. Y el escritorio estaba ahí, en medio del cuarto, lo que no era muy conveniente, pero tal vez ahora se sentaría ahí más seguido y seguiría trabajando en sus pequeños intentos poéticos, que tan pronto le salían de la mano como le preocupaba su inutilidad manifiesta.

No se veía nada mal. Un pequeño montículo en medio del cuarto y, encima, una mesa. Si no lograba desbordar el escritorio de hojas garabateadas, sólo era cuestión de extenderle un mantel largo encima, uno que llegara hasta el suelo.

Resuelto, pensó Markus, y se fue a la cocina. Tenía que brindar por haber superado con éxito el agobio del último par de días. Tras leer unas cuantas etiquetas perdido en sus pensamientos, se decidió por un Cabernet Sauvignon, una botella de contenido rojo oscuro.

No fue sino hasta que ya estaba de vuelta en la sala, en donde el escritorio ahora ocupaba una posición imperdiblemente céntrica y le daba al cuarto un nuevo núcleo emocional, que se percató de que había llevado dos copas de vino. A cada paso tintineaban quedas una contra la otra en el agarre suave de sus dedos, con los que rodeaba sus cuellos delgados y cristalinos.

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