Campo de beisbol

Fue mala idea instalar aquí un diamante de beisbol, que es un deporte que nadie disfruta. Y repartir bates en una cárcel tampoco puede llevar a nada bueno. Sin hablar de esas bolas duras, con alto potencial de descalabro. Pero a los reos les gusta más la violencia sin velos, y ya se inscribieron al torneo de box clandestino que Vargas regentea con sus cabos. La cancha está libre para los escuelantes, que la ocupan con el revuelo de a quien no le alcanza la isla para cansarse. Ninguno sabe jugar, pero todos quieren intentarlo. Raúl busca a su hermano. Grita ¡Jorge! sin efecto alguno. Alrededor suyo, adentro, a la izquierda, atravesándolo están los niños. Lanzan cualquier cosa. Los bates y las pelotas que vuelan cazando presa. Hay un grupo que usa los guantes para dejar huellas de nahual entre las bases. El viejo Efrén está sentado al centro de la catástrofe, en el mismo sitio desde hace sesenta años. El Pichi se le acerca con zancadas de hijo de coronel.

–Hazte a un lado. Estorbas.

El viejo lo ve sorprendido, lentamente, las cejas de toda la cara subiendo un grado con cada cuenta que se da de la insolencia. Lo agarra del brazo y le mete la cabeza bajo la axila.

–A ver, Pichito –le dice mientras le pasa los nudillos por el cráneo–, de aquí nadie me ha movido en medio siglo.

El Pichi se suelta a duras penas, se sacude el pelo como queriendo sacarse la humillación de encima. El viejo Efrén lo mira condescendiente. Cambia de actitud. Así desarmado, el puberto es casi agradable. Se inclina hacia él y le susurra apenas:

–¿Sabes por qué no me muevo? Ven acá a que te cuente.

El Pichi lo duda; todavía resiente los huesos sobre el cuero cabelludo. Se acerca cauteloso, mirando de reojo un bate abandonado que podría usar en caso de emergencia.

–Es por el tesoro –le confía el viejo cuando lo tiene cerca.

El Pichi lo mira con todo el escepticismo de que es capaz en los ojos.

–Yo no soy reo, Pichito. Tampoco soy libre. Llegué aquí antes que todos. Y enterré un tesoro. Justo aquí –termina con el índice perpendicular contra el suelo–. Ahora quiero sacarlo, pero 'tá hondo.

–¿Y por qué hasta ahora?

–Ahora tiento que el resto ya han de estar muertos. Los piratas no comparten, Pichito.

Esa sorpresa desarma las dudas del Pichi, que prefiere lo absurdo a lo llanamente inverosímil. Raúl lo ve por fin, bebiéndose el relato del viejo. "¡Jorge!", le grita, pero él lo ignora, a pesar de estar en rango de oírlo. Sigue gritando en vano mientras se le acerca. Por fin lo tiene a mano, lo jala de la axila. Casi lo levanta.

–¡Pichi, puta madre!

–¡Ya te dije que no me llamo así! –se resiente con un jalón contrario.

Raúl le suelta un zape y una carcajada.

–Si serás idiota, ni tú te crees que te llames Jorge –le dice al tiempo que lo toma de nuevo del brazo–. Ven, madre te busca.

El Pichi se enfurruña y camina a regañadientes. Con su madre es el último lugar al que quiere ir, es el lugar más Pichi que existe. ¿Por qué Raúl no querrá llamarlo Jorge? Ni siquiera es un nombre tan largo. Además, estaba buena la historia del viejo.

–¿Tú crees que haya un tesoro aquí abajo?

–¿Te contó lo de los piratas? Se lo dice a todo mundo. Yo creo que odia el beisbol y quiere que la gente excave para destruir el diamante.

–Pues está todo el día ahí estorbando. Así no se puede jugar.

–Tú ni sabes jugar.

–Nadie sabe. Ojalá que sí haya tesoro.

–Sí, Pichi.

–Que soy Jorge, carajo.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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