Monte

Por la noche el monte estaba vivo. Con la frescura de la oscuridad despertaba del sopor de las horas de calor. Aunque no se viera nada se lo oía moverse. Tras el estrépito de chicharras se escondían los pequeños crujidos, los árboles estirando las ramas mientras nadie los observaba, para amanecer diferentes, retorcidas en otras direcciones, un paso más en su duelo por el aire. Tadeo tenía los ojos abiertos, aunque sabía que era inútil. Clavaba sus oídos en la jungla frente a él. Sentía los pasos infinitos de las hormigas, el correr ágil de los tlacuaches, al temible cantil arrastrarse sobre la corteza. Lo embrujaba la selva cadenciosa, retumbaba el corazón del monte en sus latidos. Lo tenía ahí clavado al margen de la floresta, columpiándose sobre los dedos, apretando las yemas para no desbocarse hacia la vegetación y perderse en sus verdes que son negro.

Sintió una mano en el hombro y saltó. Era Adrianita. La vio con respiración entrecortada. Se dio cuenta de que sudaba, como con fiebre.

–¿Qué te pasa? Te vengo llamando desde que te vi de lejos –le dijo preocupada.

–Nada... Nada. ¿Trajiste eso?

–Sí, aquí está –le enseñó un machete y una maraña de cordel–. Me tardé porque mi papá se quedó dormido sobre las llaves del resguardo. Tuve que esperar a que roncara pa’ sacárselas bien lentecito de debajo. Los mecates son los más largos que encontré. Creo que sí nos alcanza.

Tadeo tomó el machete y lo miró fascinado. No pudo jugar con el brillo de la hoja: no había luna. Lo recargó contra un árbol y tomó el mecate.

–Ayúdame.

Entre los dos desenredaron las cuerdas. Eran siete, muy largas. Las iba a necesitar todas, no sabía hasta dónde tendría que caminar. Amarraron los cabos para hacer una de máxima longitud, luego la enredaron en un solo anillo. Estaba muy estorboso. Tadeo pensó que iba a tener que cargarlo mientras caminara por la selva, a lo mejor mientras peleara contra el monstruo. Mejor se lo puso al hombro, cruzado sobre el torso. Así se podía mover casi cómodo. Empuñó el machete y se despidió de Adrianita.

–Aquí pérame. No me tardo –porque era lo que había escuchado que su padre decía cuando salía de casa.

Se adentró con grandes pasos entre la maleza. Era como se imaginaba que caminaría un héroe valiente. Después de unos minutos se giró. Todavía alcanzaba a ver la luz de la casa de la Madre Conchita y, frente a ella, la silueta de Adrianita. Llevaba todo el rato en la misma posición. De seguro ya no podía verlo, así que se permitió soltar todo el aire que llevaba aguantándose. Entonces aspiró hondo para tranquilizarse y miró a su alrededor en busca de un tronco al cual amarrar el cabo de su mecate. Hizo un ballestrinque, el nudo que le enseñaron el viernes anterior que fue a ayudar a descargar el barco. Dio un último vistazo a la luz y se internó más en el monte. Cada tantos pasos tenía que sacarse varias vueltas de mecate por el hombro. Fue tanteando el camino con la hoja del machete, sus brillantes golpes metiendo irregularidad en el nocturno de la jungla. La otra mano la extendió frente a su cara, para evitar en lo posible los latigazos de las ramas sobre su rostro. El terreno se movía incesantemente bajo sus pies, sobre su cabeza, alrededor de su piel. Sentía al follaje vibrar contra sus plantas, empujarlo y contenerlo a su antojo. Subía y bajaba sin control. No se detenía por el miedo a que se le subiera un cancle, o lo alcanzara la bejuquillo que escuchaba detrás suyo. A cada paso los árboles lo obligaban a dar giros abruptos. Ya una vez había tenido que dar media vuelta porque sintió que el suelo cedía. Ahora se imaginaba el monte repleto de ojos de agua. Estaba en el laberinto.

De pronto tropezó con algo que lo jaló del tobillo. Cayó entre la hojarasca. Se giró maldiciendo y buscó con los dedos lo que lo tenía atrapado. Era su mecate, bien tenso y a pocos centímetros del suelo. En su errar había vuelto a donde había pasado antes, pero ahora desde otra dirección. Se sentó y pensó qué era lo que debía hacer. Estaba perdido, pero para eso había traído la cuerda. Podía volver sobre sus pasos hasta desenredarla o seguir adelante. Pero no tenía manera de darse cuenta cuando estuviera desenredada. No, seguir, seguir hasta dar con lo que buscaba. En cuclillas tanteó el suelo. Había perdido el machete. Mientras removía el follaje oyó que algo atravesaba el ritmo del monte. Levantó la vista sobresaltado. Nada. Contuvo el aliento. Y entonces lo escuchó: un silbido finísimo, un cortar el aire que aumentaba alarmantemente. Sintió al ratón moverse junto a su mano y de inmediato la violencia del tecolote, de sus garras estridentes sobre la carne del roedor. Luego, silencio. Tadeo se levantó trastabillando. Caminó con torpeza y sin rumbo fijo. Después de unos minutos recordó el machete. Se detuvo. Mientras decidía si regresar percibió en las rodillas el retumbo que se le acercaba. Las ramas a la izquierda comenzaron a crujir. Tronó y cayó el cuerpo de un guayacán joven. Tadeo echó a correr. Sólo un par de pasos y sintió el tirón del mecate en su hombro. Cayó eternamente. Antes del final vio, con la luz que emitían esas brasas de ojos, el par de cuernos monumentales.

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