Barracas

El Chango se remueve en la marisma del sueño. No es clara. Es la nada informe en la que todos nos ahogamos por las noches, de la que siempre podemos no despertar. El Chango se remueve. Un olor ha invadido ese caos uterino. Le ha dado forma. La voluta líquida rompió para siempre la entropía del subconsciente. El Chango se remueve y ya no estará tranquilo. Ya no estará muerto. Casi. Esa muerte recurrente que nos viene por las noches. El Chango no despierta, pero su sueño está sujeto ahora a la linealidad de la narración, se ha aplanado. El olor que lo inunda fija las líneas definitivas de la fantasía. Fija las líneas de Irene. Es una danza onírica que se pierde en memorias. Irene en pedazos, Irene por partes. Al olor se le suma un jadeo, una respiración entrecortada, entre ambos amasan la mente. El sueño se concreta. Con la modorra en contubernio, el Chango se lleva la mano a la entrepierna. La cara de espanto de Irene, la primera noche que la visitó. Desabrocha el pantalón. Las manos de Irene, arañándolo mientras le arrancaba el camisón. Acaricia la cabeza de su pene. Los moretones de Irene, cuando se negaba a abrir las piernas. Retira lentamente el prepucio. La sangre de Irene, cuando intentó gritar. Sube y baja los dedos. El pelo de Irene, cuando lo jaló para amenazarla al oído. Toma con el pulgar el poco semen que ha salido y lo extiende por toda la punta. Las manos de Irene, cuando las amarró a la cabecera. Se pellizca lentamente los testículos. Las nalgas de Irene, cuando las penetró salvajemente. Jala con desesperación. La cara de Irene, cuando se le vino encima.

El jadeo en crescendo persiste más allá del final, se resiste a moldearse con el todo. El olor se derrumba precipitadamente, se vuelve denso, se arrastra por lo bajo del hipotálamo. Ambos lo abandonan, navegan en paralelo, siguen presentes sin acompañarlo. Un rechinido vulgar destruye por fin la red de somnolencia. El Chango despierta a la pesadilla de la celda en madrugada. No necesita aguzar el oído para adivinar lo que sucede en la de al lado. Irene se le desvanece con el bramido bronco que corona la debacle.

Se sienta en la hamaca y fija la vista en la calle de tierra, el patio eterno que es el piso de ese campamento. Las sombras comienzan a diferenciarse, se escuchan las plumas que se desperezan. Ve salir a la Dulce, caminando satisfecha a pesar de los traspiés de sus tacones contra el suelo erosionado. Se le rompe uno. Al agacharse resbala su mínima falda por los muslos, acaricia las nalgas, deja colgar los genitales que la delatan. No tiene caso fijarse en lo que sus manos hacen en torno al zapato, sus dedos saben el camino y no se percibe todavía en esas sombras indecisas. Escruta el antealba con instinto de presa. Se da cuenta de que el Chango la observa y adopta su mejor actitud coqueta.

–¿Qué pasa, cariño, tú también quieres un poco?

El Chango la siente acercarse. La silueta crece, los brazos lánguidos, los tobillos en peligro. Su mente la superpone al recuerdo de Irene, pone su cara en esa mancha negra que da pasos de araña ebria. Enfurece. Toma la piedra con la que sostiene la puerta y se la arroja con puntería de clavícula. La Dulce grita y se aleja a velocidad máxima de cojera.

–¡Pinche loco! ¡Una sólo hace su trabajo!

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