Tala

El Chango toma un hacha, como todos los días, y desquita sus frustraciones contra los mezquites. Aunque lo traían recomendado prefirieron mandarlo a Aserradero que a Morelos. Se figuraron que ahí rendirían más esos hombros forjados que lo enmarcan. El trabajo es duro, pero nadie se queja: a cambio tienen agua dulce y una brisa fresca que sube por la cañada. Además está el libre ejercicio de la violencia, el júbilo del hierro contra los troncos. Todos tienen una cara que adosarle a los árboles que derriban. El Chango golpea hasta tumbar el primer mezquite. Con cada tajo recuerda al juez de distrito que lo enfundó por siempre en el Pacífico. Al juez y a su hija. Al juez y sus celos de padre, al juez y su orgullo de clase. A Irene. Arranca la corteza y la pone aparte, y la corteza son vestidos. De Irene. Ya la usarán en el taller de curtido. También separa las hojas. No se lo piden, pero es su conveniencia: se las podrá vender a los internos de Morelos para los emplastes que se ponen sobre los ojos chorreantes de pus. Pero Irene. Los ojos de Irene eran limpios y miraban de frente. Los ojos de Irene eran suyos. Irene el angelito, el tesorito, la niña de los ojos de su padre. Irene la ultrajada. El señor juez reivindicando a Irene, a su hijita, a su pequeña inocencia. El señor juez ciego a que tras la primera noche era ella quien había dominado, a que el Chango había trocado pronto de domador en presa. Sí, señor juez, yo entré a su cuarto aquella noche. No, señor juez, ella no quiso dejarme ir en las siguientes. Uno no elige sus querencias, señor juez. Pero no había caso, él era un jodido. Por eso lo había mandado allá, a joderse con el resto. A tirar mezquites y empacar los trozos. A deshojar primero pa’ sacar ganancia. Los frutos también los guarda aparte, hay quienes los usan para preparar panecillos dulces. Después corta en leños más manejables el tronco y las ramas y los amarra para arrastrarlos al aserradero. Jala troncos que no son cadáveres, que no son el señor juez removiéndose en un saco, implorando clemencia. Jala troncos que son sólo troncos.

–Chango –se le interpone el viejo Efrén–, me dicen que ayer maltrataste a la Dulce.

La voz del viejo lo acusa, pero él no está de humor para regaños. No lo está nunca. Él está para tirar mezquites y odiar jueces.

–Ese maricón se me insinuó –le contesta sin verlo.

–‘Tá bueno, ‘tá bueno –Levanta las manos conciliatoriamente–. Pero con decir que no, bastaba.

El Chango sigue sin dignarse a verlo, avanza con su bulto, jala la soga sin cuidado. El viejo tiene que quitarse. Lo alcanza pronto.

–Mira, yo me dedico a los placeres –insiste–. Te he visto tupándole duro a los mezquites. Eso nomás se hace cuando se extraña, lo he visto. Hay otras maneras de usar tus juerzas.

–Dile al Niño que no me interesan sus maricones –contesta el Chango deteniéndose por fin–. Dile que no me ande jodiendo con sus gustos.

–Te puedo ofrecer otra cosa. Mercamos queridas desde San Blas. Por un buen precio te traigo la más chula. Te la he estado guardando.

–Tampoco quiero sus putas.

–Ya me dijeron que estás acostumbrado a otras carnes, pero no te va a decepcionar...

El Chango lo mira por fin, levanta el hacha, la deja ir a media altura, se clava a los pies del viejo.

–¡Diablo! La tienes metida en las pupilas. 'Tá bueno, también tengo remedio para eso. ¿Has oído mentar a Mamá Bonita?

El Chango suaviza los ojos, pero mantiene una mueca de escepticismo. Mamá Bonita, claro que ha oído. Es el nombre que corre entre los reos cuando buscan lo indecible. Pero ese viejo es experto en mañas, lleva ahí dentro más que todos juntos.

–¿Cómo sé que no me engañas?

–Puedes ver tú mismo. Te encuentro mañana en la carretera, camino a Arroyo Hondo.

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