Matadero

El Hombre despierta con un ardor insoportable en el culo. Le cuesta trabajo respirar, ver, existir. Los ojos le lagrimean de sólo intentar abrirlos. Tiene lagañas rojizas e insistentes. Intenta frotárselas con las manos; atadas. Tiene que abrir la boca para permitir entrar el aire que le deja un sabor a hierro. Su nariz está inservible. Pero el culo, carajo, cómo arde. Se gira y algo lo detiene; un dolor punzante, profundo, que se recarga contra sus entrañas. Entonces comprende. Baja las manos cuidadosamente por su espalda. Sus falanges desnudas tocan, sin sorpresa, la superficie oxidada del tubo.

—Buenos días, mi amor —lo interrumpe la voz cínica.

Es el Niño, no tiene manera de no reconocerlo. Lo busca con la mirada, pero no logra discernir cuál de los manchones más allá de sus párpados coincide con su voz. Suelta un leve quejido mientras intenta acomodarse. El Niño lo para en seco una patada a las costillas.

—Ya estuvo bueno de mariconerías, ¿no crees? Te me comportas.

El Niño sonríe, puede oírlo. Es la sonrisa que porta cuando imparte justicia. Pero el culo, carajo, cómo arde. Baja las manos por su espalda. Otro puntapié que lo dobla, y la punzada que crece. Va a recular, pero simplemente se estanca. Sabe que no tiene manera de mejorar.

—¿Te molesta el tubo? Yo no quería que te lo metieran, pero los muchachos insistieron. Por puto, decían. Yo les dije que lo ibas a disfrutar más y nel, no me hicieron caso. Y mira que gemiste, pinche putito.

Le suelta una patada completamente gratuita y se deja caer sobre el cilindro oxidado. El Hombre se esfuerza por no gritar. Lo siente, jura que escucha el tejido desgarrarse. El Niño retira su pie.

—Pero ya que estamos despiertitos, vamos a pasar a lo bueno, ¿te parece?

El Hombre no contesta. Su mente entera está volcada en no moverse, en no dar la mínima excusa.

—Me gustas calladito, cabrón; muy bien. Ora sí puedo instruirte sobre por qué te traje acá.

El Hombre hasta entonces se pregunta por su paradero. No se atreve a abrir los ojos para no delatar su exploración. Un olor a mierda le asalta las fosas nasales. Es el hedor dulzón de las heces que provienen de hierbas. ¿Una granja? Con él se mezcla el aroma acre del guajillo en el molcajete. Abre los ojos para encontrarse con la sonrisa de Tomita San, que sostiene un recipiente de adobo ante su rostro.

—Tomita San fue tan amable de dejar sus obligaciones en la Dirección para venir a darnos la clase. Eso es ser compa, pinche chivato. Eso es ser compa y no tus mamadas.

Al Hombre no le gusta nada la sonrisa del cocinero. Tampoco le gusta la acusación que le reclaman. Pero no puede defenderse, tiene un trapo húmedo insertado hasta la campanilla y no tiene manera de hablar. Sólo emite un murmullo opaco.

—Te vale madres cómo me enteré —simula contestar el Niño—. Eso no es lo que importa ahora. Vinimos acá pa’ que aprendas algo. Hoy vas a aprender a hacer birria.

El Niño deja una pequeña pausa para que sus palabras calen correctamente. Se deleita viéndolas sumirse en las sienes del Hombre, colársele hasta las entrañas.

—Como bien sabes —continúa— lo principal en la birria es elegir bien al chivo. No puede ser cualquier chivo, sino uno bueno. Digamos que el chivo más chivo que se encuentre. Eso en nuestro caso va a estar bien pinche fácil.

Voltea a ver al Hombre, pero él yace paralizado, incapaz de mayor resistencia. Le enoja no encontrar una excusa para seguirlo castigando. Se venga con otra patada.

—Pero no te preocupes, el chivo tiene un último placer. Puta madre, el chivo es un pinche animal envidiable. Antes que nada, tiene que chingarse al hilo una botella de tequila. Neta, de tequila. Y tiene que ser del bueno, que si no se apesta la carne luego. A güevo que los chivos son pendejos y no se la quieren empinar. Entonces les metes un trapo y se las vacías encima. Así ni cómo lo escupan. Son bien pendejos los chivos, me cae.

El Niño hace otra pausa ambientada por un borboteo constante. Esta vez no hay patada.

—Ya que está bien pedo el chivo, hay que desguazarlo. Para eso tienen aquí esos ganchos, es bien pinche fácil cuando están colgados. Lo bello de la birria es que no lleva menudencias, así que no hay por qué matar al chivo antes de colgarlo. Es mejor así, porque la carne se mantiene tiernita. Hay que colgarlo de las patas, justo debajo de la pezuña, pa’ que no se desgarre y se caiga. Y, bueno, la desventaja de no matar al chivo antes es que berrea. Vale madres. Los chivos berrean menos que los puercos y las vacas. Al que le sabe no lo mueve, pero es de mala educación interrumpir cuando se habla.

El puñetazo hace que el Hombre se balancee peligrosamente. El Niño lo sostiene con ambas manos hasta que se estabiliza. Luego lo suelta.

—Realmente tenemos suerte de tener a Tomita San, porque es un pinche artista. Deberías darle las gracias, pendejo. Tienes que poner atención en cómo hace los cortes. El primero es justo debajo del gancho. Hay que hacerlo limpio y sólo por encimita. Nomás queremos quitar la piel. Luego es cosa de jalarle pa’ abajo. No te digo, Tomita San es un pinche artista. En una sola pieza. Si se atora hay que meterle cuchillo otra vez. Y así hasta el cuello. Neta qué belleza. Me cae que lo voy a llevar a la tenería a que me lo hagan tapete.

El Niño admira su trofeo largamente. Lo deposita con cuidado sobre una paca y se dirige hacia el extremo de la cadena. La jala hasta subir el gancho otro metro. La asegura y vuelve con el tazón de adobo. Se lo extiende a Tomita San.

—Hay un secreto en el sazón que no todos aplican porque dicen que los chivos sufren. Son mamadas. Un buen chivo sólo existe pa’ la birria, así que no hay que tentarse el corazón a la hora de prepararla. Los mejores cortes son el costillar y la chuleta, aunque a mí también me gusta la espaldilla. Entonces se le embadurna el adobo en donde se le quiera sacar la carne. Esto es casi puro chile: guajillo, morita, ancho y cascabel. No hay que desvenarlo porque eso es de putos. El chile tiene que picar, chingaos. Lo que puede pasar es que el pinche chivo se retuerza. Por eso dicen que sufren. Hay que detenerlo, porque si no va a salpicar todo el adobo, y no me gusta el desperdicio. La forma más sencilla es apretarle los güevos hasta que se taime.

El Niño se aleja y se chupa los dedos mientras Tomita San termina el adobado. Mira la escena con los ojos afiebrados de júbilo. Su emoción aumenta hasta que muerde sin notarlo su pulgar. Sale del trance algo molesto y regresa a los ganchos.

—Viene la mejor parte: los cortes. Hay que hacerlos gruesos y jugosos. En la chuleta y en la espaldilla no hay que tocar el hueso, eso es en la de puerco. Con un cuchillo bien filoso se termina rápido. El costillar es más espinoso: ahí hay que cortarlo todo, pero sin picar los pulmones o el corazón, que se nos llena de jugos la carne y se chinga. Lo bueno que Tomita San es un pinche artista. A güevo.

El Niño admira en silencio el crujido de los huesos. Escucha sonriente la carne cayendo dentro de la olla. Saca un churro de su bolsillo y lo enciende con lentitud. El olor de la mota se combina aceitosamente con los demás humores. Después de seis golpes bien medidos tira la bacha al suelo y la aplasta bajo su suela. Tomita San se limpia el cuchillo en el mandil. El Hombre apenas respira.

—En fin, ya que terminamos se pone toda la carne en hojas de maguey y se la deja reposar toda la noche, pa’ que amarre machín. Ya mañana la cocemos. Si sigues aquí, hasta vas a poder probarla. Pinche suertudo.

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