Pozo

Me cuesta escribir a Lo porque en realidad no la conozco. ¿Y quién la conoce? Lo es una muralla y un pozo. Una fortaleza sin guardias. (A los guardias se los puede sobornar). Quién sabe lo que piensa mientras está ahí lavando la ropa del Raffles, gastando sus bellas manos con la sucia ropa del Raffles. Y no es que le guste hacerlo. No disfruta raspar esa pestilencia contra las piedras. Lo que pasa es que se aburre enormemente en la trastienda y en la casa. Le da una desagradable sensación de convertirse en mueble. “Puedes dejar tus cosas ahí, entre el sofá y la Loreta, sobre la repisa”. Así hablaría Roberto. (Ella siempre lo llama Roberto, con intimidad fingida). Un mueble particularmente lujoso, de ébano pulido. No, mejor arruinarle esa pieza de colección contra las piedras. Además, le gusta devolver con gentileza sus malos tratos. Confundirlo. Lavarle la ropa; buena esposa.

Cómo escribir a Lo en la charca que se forma junto al pozo. Habría que hacerlo desde el Pichi, escondido entre las cañas de la orilla. La mira embobado: las puntas de la falda fajadas bajo la blusa, las piernas larguísimas rompiendo la corriente mansa, el cabello sublevado porque planea lavárselo más tarde. Cuando termine de fregar la ropa del Raffles. No sabe qué hacer con ella, pero sabe que algo más que mirarla debe ser posible. Lo intuye con la misma fuerza que le oprime la garganta desde todas direcciones. Y el hígado. La garganta y el hígado. Ahí está el deseo.

Algún ruido debió hacer, porque, sin levantar la vista siquiera, Lo dice:

–¿Qué te crees, niño? ¿Que sólo estoy aquí a que me claves esos ojos? Soy gente.

Lo dice firme, seca, como lo hace las raras veces que habla.

Al Pichi lo desarma un poco lo de “niño”, pero le enfurece también. Por eso hace lo impensable para el mocoso que es: en vez de correr a tropezones y volver a casa arañado de vergüenza, sale del cañaveral con la frente en alto.

–No debería lastimarse así las manos, señorita. ¿Qué no tiene ayuda en casa?

Su voz tiembla de falsedad, pero Lo se estremece ante ese Roberto Alexander en ciernes: la refinación exagerada, ese "usted" fuera de tono, los ojos transparentes que lo ocultan todo. No lo muestra. Dobla la comisura en una sonrisa imperceptible y ordena:

–Ven acá. Sirve de algo.

Le tiende un amasijo de tela chorreante. Luego sigue fregando. El Pichi se queda parado como el perfecto idiota que es, creciéndole la estulticia mientras más se le desparrama el bulto. Pronto tiene los zapatos anegados.

–En la línea, niño –le explica con desdén, sin voltear a verlo.

Hasta entonces ve el Pichi el mecate cruzado entre dos árboles. Por supuesto que no admite que le queda demasiado alto, y Lo (en silencio) tiene lo más cercano que ha tenido a la risa al verlo con el rabillo encaramarse a las ramas para intentar atinar desde arriba. En cuanto termina le tiende otro bulto, y así lo mantiene toda la tarde, sin oportunidad de usar contra ella esa voz de encantador de serpientes.

Pasan las horas y hay que quedarse a esperar a que seque la ropa. Lo se sienta contra el tronco, recargada sobre sus rodillas, sin concederle existencia. Para entonces ya entendió el Pichi que ella no tiene palabras que regalarle. Pero para entonces también ya lo pensó lo suficiente y decidió que lo que quiere es tocarla. Así que se recuesta, fingiendo desinterés, justo enfrente suyo, dándole la espalda. Se recarga sobre sus codos y lanza una mirada soñadora a ninguna parte, imitándola. Después comienza el arduo camino hasta sus pies. Simula un bostezo, se arrastra un palmo. Se reacomoda otro poco. Finalmente su codo derecho roza ligeramente la punta de algo cálido y romo. Veneno de escorpión le relampaguea hasta la nuca. Lucha contra el impulso de retirar el brazo y disculparse. ¿Y si no se ha dado cuenta? Se mantiene así, el antebrazo levitando justo por encima del pasto, todo el cuerpo agazapado para alcanzar la punta de ese dedo invisible. El dedo no se mueve. Ese contacto, que para ella no significa nada, altera al Pichi por fuera ya de la garganta y el hígado. De alguna manera sabe que eso es a lo que se refería su madre cuando lo acusó de pubertad.

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