Bombas

Le fascinaba ir a las bombas por la trama de tubos que las cubría. Buscar a los Tlaloques era precisamente eso: emprender una gesta tras criaturas fantásticas. Ésta era su madriguera. Ya conocía el camino a la perfección, pero jugaba a perderse de todos modos. Los tubos entrecruzados eran un albur. Pasaba sobre uno; seguro. Recargaba la mano en el equivocado; ámpulas. Había que apostar, acercar los dedos hasta sentir la mordida cálida en las yemas, recargar el zapato temiendo el hedor a cuero cocido. Se excitaba con la posibilidad de una herida mortal, de una marca de aventura. Había métodos, por supuesto. El Charco le había enseñado a rociar con agua los tubos sospechosos. El vapor los traicionaba. Para eso había que estar armado con una cantimplora, y el Pichi nunca lo estaba. En vez de eso se prevenía con una jarra de agua de limón en la cocina. Cuando un tubo le parecía sospechoso, le dejaba ir un poco de vejiga. Se decepcionaba si resultaba seguro, pues lo contrario significaba el goce de ver la nube amarilla ascender lentamente. Tenía que orinar a chisguetazos bien controlados, para lo cual había domeñado a su voluntad el paso de su uretra – una práctica que, sin sospecharlo, le ayudaría entre las sábanas más tarde en su vida. A veces, si encontraba un tubo especialmente cálido, soltaba varios chorros, uno tras otro, a poca distancia el uno del otro. Entonces la pista de obstáculos se volvía especialmente difícil, y saltaba entre la niebla iridiscente con la boca abierta para obligarse a un castigo seguro en caso de error. En ese juego estaba, justo acabando de regar un tramo de cañería especialmente promisorio y con los dientes bien separados para dar el salto, cuando una mano lo retuvo por el hombro.

–Pinche Pichi, por eso huele madres aquí luego.

Era el Charco, con una sonrisa que contradecía su regaño. Estaba aprovechando que estaban solos para practicar las leperadas que su padre no le permitía. Lo siguió por el entreverado de tuberías, ya sin requerir la menor precaución porque sus piernas subían y bajaban por instinto, rodeaban esquinas, cruzaban intersticios.

–Ya te dije que me llamo Jorge –se quejó de pronto.

–Simón –lo ignoró definitivamente–. ¿Qué te trae acá?

Llegaron a la sala de máquinas, donde el Aguas se afanaba en mantener él solo la presión del sistema constante. La absoluta falta de mantenimiento tenía todos los empaques al borde de la desintegración, lo que significaba que ambos Tlaloques eran requeridos en todo momento para operar las docenas de perillas que convergían en ese minúsculo cuarto formado por la intersección de la totalidad de las líneas hidráulicas.

–Me aburro.

–¿A poco ya es la siesta?

Padre e hijo se miraron sorprendidos, luego continuaron su girar eterno. Desde que el coronel había llegado a las islas, la siesta se seguía rigurosamente. En realidad, el director no necesitaba una hora establecida para el descanso vespertino, pues había desarrollado la habilidad de dormir cuando le plugiese. El Pichi ya había visto cómo, en su oficina, entre dos citas, acomodaba imperceptiblemente la cabeza y se sumía en el sueño más profundo. Al entrar su compromiso, despertaba de inmediato, dando la impresión de haber estado en meditación profunda. Raúl también presumía haberlo visto dormir a caballo, cuando volvían de una ronda, pero el Pichi ya había aprendido a no confiar en sus testimonios. De todos modos no le cabía duda de que su padre era un experto nanosomne. Era cosa de familia: el abuelo también dormía donde podía, aunque últimamente había perdido el control al respecto y pasaba más tiempo del otro lado que de éste. Ambos Tlaloques sabían que el Pichi maldecía no haber heredado la glándula que les permitía tal cosa, sobre todo en esos momentos de siesta en los que terminaba siendo el único en todo Nayarit que se mantenía en vigilia. Él y ellos dos. Tenían que estar despiertos, porque manejar las bombas era cosa de todo el día. Sospechaba incluso que usaban a algún interno con castigo para manejarlas por la noche. El Pichi se sentó sobre la llave madre, que tenía el diámetro de un banco, y se dedicó a observarlos.

–Acá no nos aburrimos nunca, Pichi –catedró el Aguas–. Sólo se aburren los que no tienen nada que hacer.

–¿Y los domingos? –inquirió recordando que el sopor de la tarde del sábado sólo anunciaba la pesadez del día siguiente–. Los domingos son horribles.

–Bueno, los domingos descansamos.

–¿Y no se aburren?

–Es entretenido a veces sentir cómo tus brazos se relajan. Son hormigas bajo la piel.

–Mira, Pichi –concedió el Charco–, la verdad yo sí me harto. ¿Hacemos algo mañana?

–¿Pero qué?

–¿Te gusta remar?

–¡Sí! Allá en la ciudad, los fines de semana nos vamos al sur, a ver los botes y usarlos un poco.

–Pos estamos en una isla, Pichi, Vamos. Acá en Nayarit hay un bote. ¿Verdá, pá?

–Sí. Pero, Pichi, pídele permiso a tu 'pá.

A su 'pá. Ser hijo de coronel no era fácil de masticar, sobre todo si encima se tomaba en serio las jerarquías y las responsabilidades. El director era estricto, en especial con su progenie, pues consideraba capital predicar con el ejemplo. El Pichi rehuía siempre hablar con su padre. Ser el quinto le ayudaba en la invisibilidad, pero de vez en cuando tenía que romperla. Por eso dudó un momento antes de contestar:

–Sí. Yo le digo.

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