Dirección

Electra vio esa noche a Enrique por primera vez en un año entero. Verlo en serio, no ese ver que era sólo encontrárselo con los ojos en la oficina y en la cena. Ella estaba ante el espejo, en realidad arreglándose nada, contemplándose con la serenidad de quien se encuentra ante una obra concluida y se limita a darle un par de pinceladas por no dejar vacío el día. Se acomodaba y reacomodaba los pasadores más por ocio que por vanidad. Así estaba, con un ramo de fierrillos colgándole de los labios y las manos detrás de la nuca en peinado improvisado, cuando lo vio aparecer por la esquina superior izquierda del espejo de cuerpo entero. Era guapo todavía, con esa guapura que sólo ella entendía (ella y otra, no había que olvidarlo). Traía el gorro con las tres estrellas y se lo quitó al entrar, reconociendo que pasaba al templo que no le pertenecía. Lo apretó contra su pecho y dio un paso al frente, lo que lo escondió de su vista porque ahora estaba justo detrás de ella. Se perdió ahí por varios segundos y Electra siguió fingiendo que se peinaba con concentración absoluta. Apareció del otro lado, esquina superior derecha, en camiseta y ligeramente más bajito, y ella concluyó decepcionada que había pasado esos instantes de misterio desabotonándose la camisa y quitándose las botas. Lo vio acercarse con esa sonrisa que también sólo ella entendía (¿y la otra?) y se giró en el momento justo para recibir su saludo en la mejilla de tantos años, con los ojos cerrados para imaginarse que fuera la primera vez. Pero una premonición le hizo abrir los párpados justo antes del beso y vio claramente cómo el ojo de Enrique se caía. Era el ojo derecho, y se salió de su órbita resbalosamente y sin gracia para quedar colgado y viendo al suelo como regañado. Electra dio un salto hacia atrás, un saltito apenas, lo suficiente para poner aire entre su cuerpo y ése que ya no reconocía. Por puro magnetismo bajó la vista para seguir la mirada de ese ojo yerto y perdido. Se encontró con las manos llagadas de Enrique, y las uñas que también comenzaban a ceder a la gravedad. La golpeó el hedor pútrido del cuerpo descomponiéndose. Le dio la espalda y le dijo a su reflejo, que seguía tan guapo, tan fresco como antaño:

–Estás muerto, Enrique.

Él le prendió los brazos y la atrajo a sí suavemente. Tuvo que esforzarse para seguir viéndolo en el espejo, para no desviar los ojos y encontrar nuevamente sus manos verdosas, el gusano que no tardaba en saltar del metatarso.

–¿Qué dices?

Su voz quería ser dulce, pero sonaba lejana, y el aliento que la acompañó se antojaba liberado de una cripta. Comprendió entonces que su guapura ya no era para que la entendiera ella (quizá la otra). Se giró para enfrentarlo para siempre.

–Entiéndelo, Enrique, estás muerto.

Se lo dijo con la mano sobre el pecho para mantenerlo a distancia, pero ya sentía bajo su palma el miasma y tuvo que retirarla. Enrique dio dos pasos en retirada, con su cara de muerto arrepentido, unas cejas de alma en pena y ese ojo colgándole lastimeramente. Se sentó sobre la cama, se puso las botas milagrosamente sin que le botara un dedo, se abotonó la camisa, tomó su gorro con las tres estrellas y salió como si nada hubiera pasado, como si nunca hubiera pensado siquiera en entrar en ese cuarto, como si tuviera el suyo propio, su dignidad de soldado apenas traicionada por ese pie izquierdo que comenzaba a arrastrar.

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