Carretera

Gloria Alondra López Araiza y del Corral salió de casa con la emoción hinchiéndole el pecho. Aquella tarde iba al teatro, una ocasión perfecta para que una señorita de su categoría se hiciera notar en sociedad. Su corazón palpitaba con la certeza de que no tardaría en encontrar al hombre que lo hiciera estallar de sentimiento. Amor era lo que anhelaba. La empujaba el ansia de sentirlo llenar sus poros y alcanzar la médula más profunda de su ser. Hervía en deseo, pero un deseo puro, elevado, a la altura de su alma que revoloteaba por los horizontes de su juventud. En el teatro, en ese delicado espacio rendido a los pies de las musas, diosas incólumes, seguramente encontraría al caballero merecedor de sus gracias, a aquél capaz de verter en ella toda la pasión que ella inmediatamente volcaría de vuelta, en medio de un recato indiscutible. Para atraer la atención del sexo fuerte —pues sabía bien que los hombres son especialmente susceptibles a los encantos femeninos, y que el amor les entra por la vista hasta anidar en su corazón— se había puesto sus mejores ropas, un vestido hecho de delicada tela de Flandes y encaje desbordante, con olanes primorosos en la falda y un gran listón ciñéndole el talle. También traía un sombrero ancho de tul, con flores frescas por tocado aromático, y bellísimos zapatos de gamuza rosada con medias tejidas a gancho a partir de finísimos hilos de lana pura. Su dama de compañía se había deshecho en elogios.

—Ay, pero si serás pendeja, ya te dije que no sirve de nada envolverse como pinche momia. ¡Hay que ser cabrona!

Gloria Alondra era tan humilde y discreta que no contestó a las alabanzas de su dama. Lejos de ella hacer cualquier comentario que diera pie a más halagos. Su vanidad era prudente, sabía pasar desapercibida para no tornarse en soberbia. Sólo se permitió una ínfima sonrisa, un leve desplazamiento de la comisura por el que se fugó una satisfacción inmensa. Salieron a la calle alegremente. Gloria Alondra alumbraba el camino con el júbilo embellecedor que la embargaba. En la larga escalinata entre la mansión y el coche que diligentemente las esperaba se cruzaron con el jardinero,

—¡Muñequita! ¡Aquí te quiero, bien cerquita!

cuya tímida despedida llevó su mente a ponderar lo afortunada que era de tener una servidumbre tan diligente y fiel. El cochero descendió del carro —importado, último modelo, capaz de alcanzar velocidades vertiginosas sin que sus ocupantes sintieran incomodidad alguna— para abrirles la puerta y extendió la mano enguantada para asistir su grácil ascenso.

—¡i!

—¿Quieres perder la mano, cabrón?

—No se me encrespe, son cariñitos.

—Encariña a tu madre, pendejo.

—Ya no se deja.

El auto arrancó y ganó rápidamente un ritmo elevado, aunque no menos sensato, para compensar el leve retraso que el cuidado que Gloria Alondra había puesto en su apariencia y comodidad había causado. Ella se recostó tranquilamente en el mullido asiento de cuatro plazas, cuidando de no darle alguna arruga desafortunada al vestido ni al sombrero que pretendía lucir en la gala, pues sabía bien que la puntualidad ansiosa es propia de sirvientes que temen quedar mal con sus superiores, y que una señorita de su talla, casi una dama, sabía hacerse esperar lo suficiente para no parecer grosera. Miraba el paisaje deslizarse por la ventana y se imaginaba que su enamorado sin duda la llevaría a galopar por prados afines. Le gustaba ir al centro por ese camino casi provincial, sentirse en paseo campestre. La desventaja de vivir lejos del núcleo cultural estaba más que subsanada por esos bellos recorridos bucólicos. Y qué decir de la mansión que habitaba en las afueras, con su fachada que era lección de los más altos ideales clásicos, cada columna celebrando el capitel de una era. Ella era feliz en ese barrio, aunque añorara la salida de la casa paterna, deseaba un hogar propio con el mismo alto gusto y estilo inalcanzables. Sabía que su dama de compañía también lo disfrutaba, y se felicitaba por permitirle a alguien de una clase indudablemente inferior participar de los privilegios de la suya. La servidumbre era sin duda una de las capas más afortunadas de su sociedad, y su dama no dejaba de demostrarlo con el incipiente gusto que comenzaba a desarrollar por las bellas artes.

—¿Y que pinche obrita vamos a ver ahora? Desde que tu papi decidió usar ese teatro para la contra han puesto un bodrio tras otro.

Gloria Alondra era muy templada para parecer paternalista, y por eso festejaba por lo bajo la apreciación creciente que su dama mostraba hacia las obras, todas de la máxima calidad, que se montaban cada mes y a cuyo estreno no se atrevía a faltar. Pero había un tema en el que su menor experiencia la obligaba a escuchar atentamente, en el que ella adquiría una humildad casi reverencial.

— Mira, niña, te lo digo al chile pa' que entiendas rápido: a estos cabrones hay que tratarlos como los animales que son.

Los hombres. Y era una suspicacia fina de su dama dar en el clavo de sus tribulaciones, pues ella nunca había pedido consejo ni insinuado siquiera que tuviera el alma puesta en el tema, enrojeciendo en el brasero de la pasión no cumplida.

—Si dejas que cualquier pendejo te ande manoseando o gritando "muñequita", al rato agarran confianza, te abren las patas y te clavan un chamaco.

Aunque quizás fuera que su ensoñación era inconfundible, la mirada perdida, los rubores repentinos cuando la asaltaba el pensamiento, la insistencia en la perfección del peinado.

—Ni madres, hay que ser cabrona, que es lo que funciona. Aprende a patear huevos y escupirles en sus jetas inmundas.

Tal vez fuera sólo el especial vínculo que las unía. No se habían visto espíritus más afines. Cada lección de su dama, cada palabra discreta le confirmaba a Gloria Alondra sus propias intuiciones, como si esos labios vertieran las ideas que ella llevaba desde el inicio de la memoria sin saber cómo enunciar. Encomiaba virtudes como la reserva y la buena disposición, el saber escuchar antes de emitir opiniones, el trato sumiso propio de toda mujer merecedora del título.

—Y ni creas que no me he dado cuenta que andas urgida de novio. Suspirando a lo idiota. Pero bien que te escondes bajo tres capas de ropa. Pendeja. Vas a acabar de esposa trofeo de algún amigo militar de tu papi.

Habían entrado al centro. Los palacios coloniales se formaban disciplinadamente a los costados de la calle, embelleciendo las aceras con sus decorados barrocos. Llegaron pronto al teatro, su entrada monumental albergando a los caballeros que se demoraban en ingresar al recinto, sabedores de que el espectáculo del proscenio no era la parte principal de semejante evento social. Gloria Alondra se encendió las chapas antes de descender por la portezuela servicialmente abierta.

—¡Ese pollo está cocido!

—¡Venga a mi plato!

—¡Te guardé un lugar aquí encimita!

Cubrió su rostro halagado por las sutiles atenciones de la concurrencia masculina, el abanico acentuando la belleza de sus ojos, que descendieron en necesario recato. Estaba preparada para el largo y hermoso juego de la seducción, y echaba sus mejores cartas con tranquilidad. Primero, la indiferencia que acucia el interés. Era su oportunidad,

—Velos a la cara y contesta, chingada madre.

no la iba a perder.

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