Platanar

—Pos a mí me gustan peluditas, así, con su pelucita salvaje —dijo el primero.

—Nel, ¿y cuando bajas, qué pedo? —dijo el segundo.

—Pos está calientito, mijo —retrocó el primero.

—Pero se te atoran en la garganta, cabrón —contrarretrocó el segundo.

—Y luego andas cantando como pinche gato —se inmiscuyó un tercero (¿pero no son ya demasiados?).

Todos asintieron. Pasó un momento de reflexión profunda.

—¿Y ellas qué? ¿A ellas cómo les gusta? —preguntó tímidamente, casi levantando la mano para pedir permiso, un cuarto (definitivamente demasiados, habría que detenernos).

Las cabezas de todos (ahí está el detalle, cualquier número cabe en un todos) se giraron para contemplarlo. Después volvieron hacia el primero y el segundo, que debían hacer honor a sus ordinales.

—Hombre, hay que dejar que la mata crezca, pa’ que se enreden agustín —dijo el primero, sintiendo la presión.

—Un hombre de verdad no se preocupa por esas pendejadas —terció, sin saber muy bien cómo, el segundo.

—Yo lo he hecho —opinó un sexto (¡pero por lo menos habría que mantener un orden!)—, y se irrita ojete.

Risotada general con porpendejos murmurados.

—Pero me ganó unos besitos, para curarlo —se apresuró a añadir.

Murmullos de aprobación, todos ponderando ventajas contra deshonras.

—Creo que lo mejor sería —se aventuró, menos tímidamente esta vez, el cuarto— ir por un justo medio. Que no se ahoguen y que no lo extrañen.

—No, hombre, estás muy tibio —lo regañó el primero.

—Sí, carajo, la hombría de dejarlo o los güevos de quitarlo entero —requinteó, ya sin preocuparse al respecto, el segundo.

—Porái dicen que sin pelos se ve más grande —declaró un séptimo.

—¡Pus hazlo tú, que ti urgen esas mañas! —lo mató el quinto (¡por fin!).

Carcajada con lluvia de zapes y chinanas. Después, silencio en lo que se solazaban en el triunfo.

—Yo no sé pa’ qué perdemos el tiempo —recomenzó el tercero, desafiando el orden impuesto— si ni hay mujeres a mano pa’ que nos ocupe.

—Están las queridas del Niño —casi susurró el cuarto.

—Muy caras —lo calló el quinto.

—Y las lugas —recordó el sexto.

—Muy bravas —de nuevo el quinto.

—Y las presas —se atrevió el séptimo.

—¡Muy monjas! —el quinto implacable —…o monstruas.

—Yo he tlacheado por aquí a la vieja del Raffles —apuntó un octavo (pero si es totalmente innecesario; además, teníamos un número tan místico…)—; está potable.

—Sabrosa —el segundo, con la erre lamida.

—Y sola —el octavo, insinuante.

—Y más fría que las chelas de mi pueblo —fulminó el quinto.

Se sumieron todos en un silencio depresivo.

—Siempre nos quedará Manuela —consoló el séptimo.

El primero, que había estado descansando de su papel unos momentos, saltó ante la mención del nombre.

—Híjoles, ahí sí pregúntenme. La Manuela es una dama, ante todo. Hay que tratarla con el debido respeto. Y discúlpenme que se los diga, todos son siempre muy atrabancadotes. Se van a lo que les truje, a puro cuellear al ganso. No, hombre, esto es una arte de las más finas y las más antiguas. Hay que acercarse lento, retener a la Manuela si es necesario, si para eso tenemos dos, qué digo, pero sobre todo retenernos y no estirar el cuello antes de tiempo. Que la dama haga su cortejo, hombre, que recorra agustín a su enamorado. Coquetear lento, lentito. Acercarle los labios, babearla tantito. Que se conozcan de cerquita (¿pero en serio éstos van a permitir que perore de esa manera?). Luego vienen las caricias. Pero a su tiempo, ¿eh?; que la hembrita se tome su tiempito. Ya después podemos explorar, ir con los dedos, pellizquitos, subir y bajar, enredarnos. Y sobre todo, al final, no detenernos, dejarla a la Manuela que baje su ritmo como quiera, de a poquito, porque así son las hembritas, todo lo hacen de a poquito, hasta descansarle agustín. Yo me tardo siempre unas dos horitas cuando menos; lo demás, y disculpen la palabra, son chaquetas.

Aplauso general (es el acabose, yo me voy).

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