Comedor

—Me cago en estos prófugos —gritaba Vargas durante la cena—. Me cago una y mil veces. Me la jalo sobre ellos y me vengo sobre sus cadáveres.

Apenas se había tomado el tiempo para ir por otra muda a su casa sobre la Calle del Comercio. Era uno de los pocos solteros que vivían solos; las queridas no le duraban, y era a propósito. Pero ahí no había encontrado lo que buscaba, en esa casucha vacía y demasiado pequeña. Por eso había irrumpido en la cena, a pesar de que el coraje no le daba estómago para sentir hambre. Los demás se esforzaban por ignorarlo. Tenían todos el privilegio de las tres comidas diarias y les gustaba disfrutarlo en el silencio que los distinguía como clase. Que los internos ahogaran en ruido sus miserias, ellos tenían comida bastante para sólo abrir la boca y engullirla. Pero no era eso, en realidad, había en el exabrupto de Vargas un miedo agazapado que nadie se atrevía a ver a los ojos.

—Además son pendejos —seguía mientras pateaba sillas de pura falta de creatividad dramática—. Estamos en el purgatorio. ¿Quién quiere salir del purgatorio? Si la única puerta que hay es al infierno. En el cielo se nace.

—Vargas, te van a quitar el cargo —dijo por fin uno de sus cabos.

—No me van a quitar el cargo porque ninguna de ustedes putitas tiene los güevos para tomarlo. Nos quedamos así hasta el final.

Era eso. Y les dolía unánime que hablara con la razón en la garganta. No quedaba nadie vivo que recordara a Vargas antes de que se diseñara como era ahora. Nadie podía concebir siquiera su reemplazo, aunque todos en ese cuarto habían empezado como reos y sabían muy bien que no era una condición por la que se pudiera pasar con la dignidad intacta.

—Esto en realidad es culpa de la autoridad —sentenció—. Yo no debí haber estado en esa lancha.

—Ellos son los que pagan —dijo casi el mismo—. Con ellos sólo hay un trato.

—Ésa es una pinche mentira —concluyó sacando un churro perfectamente forjado de su bolsillo izquierdo—. Siempre hay tratos alternos. Y pagan mejor.

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