Lista

Cuando llegaron a la lista, los colonos en fila tenían la expresión contrita de quien ha estado demasiado tiempo en posición de firmes. El sargento Barrios se separó de ellos para muletear hasta el estado mayor de la colonia, y el director giró la cabeza para seguirlos en su camino, sus ojos iluminándolos hasta que alcanzaron sus lugares entre los hombres de Nayarit y empujaron con los hombros a los del huerto y los del platanar para alcanzar un grado de incomodidad más tenue. Esperó también a que se acallara el murmullo débil que los acompañó todo el trayecto.

—Jorge y Víctor López Araiza y del Corral —tronó.

—Sí, mi coronel —contestaron mecánicamente con un paso al frente, tras reconocer el tono inapelable que usaba con sus subordinados y con ellos por extensión, en la buena educación marcial que habían sufrido desde antes de tenerse en pie.

—Por la falta de hurto de bote propiedad de la colonia, siete días de trabajo forzado en las caleras; por retraso en la lista —esto lo añadió casi sonriendo; casi—, tres días.

El Pichi jaló aire para rezongar con todas sus fuerzas, pero el Charco lo disuadió con un certero golpe en los riñones. Llevaba todo el camino aplacándolo, fingiendo que conocía a su padre mejor que él mismo, desde que le sugirió por lo bajo que se pelaran, que al fin el sargento Barrios no podría alcanzarlos en muletas, y el inválido contestó desde atrás que si creían que corrían más rápido que sus balas, que lo intentaran. Estaban en las Islas, parecía querer decirle, él sabía mejor como comportarse, ya no estaban en la ciudad, en la casa de Mixcoac donde llevaba una vida consentida de hijo de coronel. Lo que el Charco no sabía era que el director había organizado a su familia como un pequeño pelotón, y al Pichi siempre le había tocado el rango más bajo. Conocía perfectamente la verticalidad del mecanismo militar, la brutalidad con la que aplastaba la subversión, tan bien que estaba un poco harto de seguir el juego, y ardía con la urgencia de sacudirse los grados y medallas paternos de encima. Además, no le conocía a su padre esa faceta arbitraria, y le calaba ser blanco de una injusticia tan flagrante. Por eso oyó apenas cuando llamaron a Áhuatl Jiménez Tezozómoc y a Áhuatl Jiménez Jiménez y los condenaron por complicidad a trabajos forzados uno y a reemplazar solo a su padre el otro. Se quedó quieto con la mandíbula trabada, los nudillos blancos de ira, y no se movió hasta que se rompieron filas y los reos se dispersaron por Balleto, cada uno camino de su propio descanso, planeando chucherías que vender al Tres Marías e ir venciendo poco a poco la miseria tras la liberación. Entonces caminó recto hacia su padre, que supervisaba la retirada acompañado por el teniente Suárez, se plantó bien enfrente, alzó clara la cara y dijo:

—Señor, se equivoca.

El director arqueó una ceja recriminatoria, pero no pudo sino divertirse ante esa insolencia de puberto. La esperaba.

—Yo le pedí permiso para remar con los Tlaloques.

—Pidió permiso para remar, pero no pidió prestado el bote —retrocó su padre, con una línea que era obvio que había ensayado—. Planee mejor sus pasatiempos.

El Pichi se ruborizó, y enrojeció más al darse cuenta de que lo hacía. Había caído en una trampa tan obvia que le sorprendió no haberla usado nunca contra Víctor. Oyó el puederretirarse desde el fondo de su humillación y se alejó con el paso más lento y digno que fue capaz de fingir.

—No crea que soy un desalmado —se excusó Enrique con el teniente Suárez mientras lo veía alejarse a tropezones a pesar suyo—. Hay cosas que hay que sufrir para tener alma. Ésa es mi tarea aquí. Es mi tarea con todos.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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