Teatro Regeneración

El coronel yacía convaleciente en el escenario. Le habían fabricado un lecho a partir del telón, y llevaba tres días escuchando cómo afuera todo se iba a la mierda. No podía moverse mucho, apenas respirar de más le provocaba dolores de espasmo. El médico lo había tratado de emergencia, le había sacado la bala casi con las manos, lo había suturado con el material del vestuario y había salido para traer sus instrumentos. No había vuelto. Lo más probable era que estuviera entretenido con todas las otras víctimas de la catástrofe. Era conocido por no hacer distinciones entre pacientes, por dedicarse a cualquiera con la misma pasión, o la misma saña. En la madrugada había dejado de llover. Todavía caían goteras del techo, se asomaba la quilla del bergantín indebido por el boquete que ocupaba dos tercios de su superficie. Era increíble que los muros no hubieran colapsado al recibir la mole inesperada, pero probablemente lo harían en cuanto intentaran retirar el casco de su arquitectura. La madera del barco crujía incómoda fuera de su elemento, encogiéndose en huida de los rayos solares. Los haces del mediodía se escurrían hasta el suelo encrespado de butacas. Su familia había desertado a Nayarit en cuanto despertaron y ya no sintieron las gotas sobre las tejas, hartos como estaban de ese imaginarse tlacuaches acorralados en la madriguera. Sólo Raúl había prometido volver con noticias. Una hora después se había asomado.

–No va a querer salir, padre.

A eso se limitaba todo su conocimiento de la situación actual de la colonia. Por eso sonrió cuando la puerta resonó con un toque característico y su guardia retiró las vigas barricando la entrada. Entre el cenit deslumbrante que irrumpió en la sala distinguió la silueta inconfundible del teniente Suárez. Rechinó hasta el pie de las candilejas y se cuadró.

–Suárez –lo saludó–. ¿Dónde carajos estuvo todo este tiempo? Dígame que me trae buenas noticias. Dígame que me trae noticias, estoy ciego como murciélago en este hoyo.

–Más que noticias, mi coronel.

Los inválidos que lo acompañaban arrojaron junto a él un andrajo de hombre. Era el Niño, atado y amordazado, su cara apenas reconocible por el maltrato. En cuanto sus ojos hinchados vislumbraron el techo del teatro y creyó adivinar la voz del Director, prorrumpió en una andanada que no escuchó por el calcetín infame que lo ahogaba bajo la mordaza. El teniente Suárez intentó acallarlo con una patada que le crujió las costillas. No funcionó.

–Lo encontramos hasta ahora, mi coronel. Estaba en el matadero. Él y Tomita San… Se esfumó en cuanto nos vio entrar en la plaza y comprendió que ya no podía esperar refuerzos. Entiendo que para entonces ya estaba usted seguro aquí adentro. Se perdió entre la turba y no pudimos perseguirlo. Era el caos. Muchos internos cargaban con armas blancas, otros corrían confundidos o aterrados, no había manera de distinguir bandos. Los empleados se atrincheraban en sus casas o salían armados con las pistolas que repartimos, ya había varios muertos. No se entendía nada. Nos vimos obligados a barrer la plaza dando sólo tiros de advertencia y con las bayonetas caladas en caso de que alguno se sintiera suicida. Entonces golpeó el ciclón. Fue lo que nos terminó. Sin previo aviso el viento levantando hombres, azotándolos contra los tejados, robándolos hacia el mar. La violencia dejó de respetar bandos, no que antes estuvieran bien definidos, pero por lo menos había lados en el tablero. El ciclón nos revolvió las piezas. Algunos de mis hombres, tras correr de la ola de dos metros que hundió el malecón, se hallaron encerrados en un taller lleno de amotinados. Tuvimos bajas. Yo mismo terminé en una casa con los afeminados y las prostitutas, que intentaban a toda costa cerrar la entrada a la libido desatada afuera. Salí pronto a buscar a mis hombres. Nos costó trabajo reagruparnos, pacificar. Hubo que correr de casa en casa, taller por taller, esquivando aire y agua. Desarmar sospechosos y seguir. Pelear, casi siempre. Habrá algunos que lleven dos días amarrados a un lavabo. Después podremos recogerlos e iniciar los interrogatorios.

–Y éste –preguntó el coronel, nada impresionado por el circunloquio.

–Sí, mi coronel. Como le digo, estaba en el matadero. Nos tardamos en ir a Rehilete y Nayarit, allá casi no pasó nada. Pero el Niño. Él y Tomita San. Lo convenció de volver a sus vicios, mi coronel. Mataron al Hombre. Su cuerpo colgaba de los ganchos para reses. Estaba tajeado. Había carne en una olla hirviente de adobo. La mesa estaba servida. Nadie merece eso, mi coronel.

Enrique examinó el bulto de hematomas que se retorcía en gritos ahogados a los pies del teniente Suárez. Ahora comprendía la brutalidad excesiva. Lo habrían golpeado en el mismo matadero, y todo el kilómetro desde el otro campamento, obligándolo a arrastrarse, pateándolo cada vez que levantara la cara. Ni siquiera estos soldados, veteranos de una revolución y una cristiada, víctimas de sus mutilaciones, alcanzaban a entender la racionalidad maniaca del código de honor de esa clase de hombres. Los chivatos en birria. Y debían sentenciar con una sonrisa, felices en su lógica por analogía. No era como ellos hacían las cosas, aunque las islas no fueran ajenas al infierno.

–Y Tomita San –quiso saber.

–Peleó bien, mi coronel, con esos cuchillos suyos. Tenía tiempo que no hacía buen uso del sable.

De modo que…

–Comprendo. Mande un telegrama a Tepic, teniente. Reporte de daños y petición de asistencia. No hemos acabado, si toda la colonia luce como este teatro, podríamos sufrir una crisis sanitaria. En cuanto a éste, mándelo a María Magdalena. Dos meses, tres, lo que tarde el juez de distrito en dictar sentencia. Me imagino que serán por lo menos otros treinta años, lástima que se haya abolido la pena de muerte.

El flujo interminable de palabras apagadas del Niño se trocó en espasmos que amenazaban con ahogarlo. El teniente Suárez le soltó la mordaza. El calcetín cayó entre las notas de una carcajada rotunda.

–De modo, coronel –gritó afónico mientras lo arrastraban afuera–, de modo, Enriquito, que te quedas otros tantos años haciéndome segunda.

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