Muelle

El descenso de las queridas llegó a agitar a los colonos que esperaban al Tres Marías. Aunque fuera sólo a verlas. La mayoría no tenía para conseguirse una. De todos modos estaban ahí, esperanzados, porque sabían lo difícil de su oficio. Tenían que fingirse esposas diligentes que habían cruzado medio país para estar con sus maridos, pero el primer paso era reconocerlos. Y claro que no los habían visto nunca. No todos los colonos tenían foto que mandar, y los retratos a mano apenas se ganaban el apelativo de humanos. Se lanzaban, pues, al cuello del que mejor pudieran asociar con el nombre que las había contratado. De lo contrario, se arriesgaban a que las incluyeran en el otro bando de la carga femenina, el de las putas de oficio callejero. Y no es que el destino fuera diferente, la condena seguía siendo Islas Marías, pero con meses de papeleo y juicios exasperantes de por medio. Devolverse a San Blas, quizá hasta Tepic o Guadalajara, y pisar Balleto cuando tuvieran todos los papeles en regla. Y sin paga. No, mejor fingir emoción y prenderse del correcto, o por lo menos del mejor parecido. Y no es que hubiera alguno.

Entre la turba, Jurado Colítez observaba la fila de mujeres. No solía venir al espectáculo, a echarle un ojo al ganado, como decían los cínicos, pero desde que sentía su liberación cerca le había dado por ensoñarse ante el Tres Marías. Cualquier día terminaría viendo hacia el muelle desde ahí y no al revés. Esta vez, una le había atrapado la mirada. Antes sólo había clavado la vista en la chimenea del barco. Pero ésta tenía un aire de marta, de escurrirse por tu casa y robarse tu mandado, así que le puso ese nombre. Su pasmo debió ser muy obvio, porque

–¿Adónde ves, pendejo?

Decidió no darse por aludido, aunque era bastante obvio que el Papa Negro tenía que estar hablando con él.

–Antes te embobabas con la chimenea –insistió–, pero que veas así al vacío me pone la piel chinita, no me chingues.

–A Marta.

–¿Cuál es Marta?

–Ésa.

–Estás bien pirado. ¿Y cómo sabes que así se llama?

–Mírala, tiene que ser Marta.

Igual no entendía por qué Pío Quinto se empeñaba en hablarle si nunca le había dirigido más que órdenes, pero supuso que se aburría como todos los que no se atrevían a confesar que cualquier espectáculo se tornaba monótono en esas islas. Entonces se acercó Vargas.

–Señoritas.

–Este pendejo está enamorado.

–Qué tierno. ¿De cuál?

–Eso es lo más pendejo. Dile, Jurado.

–De Marta.

–¿Tan enculado que se aprendió el nombre?

–Eso tampoco es lo más pendejo. Enséñasela, Jurado.

–¿Está culera?

–Vas a ver.

–Ella –señaló, y los otros intercambiaron una mirada conocedora.

–Sí está muy pendejo.

–¿Por qué? –preguntó, esta vez sí molesto.

–Porque ahí no hay nadie, idiota.

Los dos hombres soltaron una larga carcajada. Lo veían con lástima. Jurado no estaba para soportarlos, pero estaba menos para ganarse su respeto con los golpes que no lograría darles. Así que juntó su poco coraje y caminó hacia el muelle. Vio a Marta, la vio verlo yendo hacia ella y no logró alcanzarla antes de que se le escurriera entre los inválidos con ese cuerpo de marta. No se atrevió a enfrentarlos. Volvió con los otros.

–¿A dónde fuiste?

No quiso contestar. Pensó por un instante que los inválidos no habían hecho nada para detenerla a ella. Como si no estuviera. Se sacó la noción molesta de la mente. Ahí estaba, después de todo, junto al barco, sin hablar con nadie. Lo último sí era ligeramente sospechoso. Pero estaba, no podía no estarlo, las islas no podían haberle hecho ya tanto daño, no tan cerca de su libertad. Volteó a ver a los otros como rogándoles que lo rescataran.

–A mí qué me ves –le contestó Pío Quinto–, ¿ya no te gustó el vacío?

–Pero si ahí está –se defendió apenas.

–Claro.

Lo descartó tan aplastantemente que Jurado apenas se atrevió a buscarla de nuevo. Ahí seguía, junto al barco, esperando su turno para la inspección de rutina. Pero debía haberla hecho ya, si se había escurrido de regreso. Y él debería saberlo, si llevaba todo ese rato sólo viéndole ese cuerpo de marta ondulando por el muelle. Pensó en gritarle ¡Marta!, pero le entró un miedo asfixiante de que no le contestara y lo mandaran al hospital por locura. Nunca nadie salía directo del hospital, era un limbo legal en la colonia. Vargas lo veía con insistencia. Que no se le ocurriera.

–Igual no tiene caso que te hagas ilusiones.

–Pero ahí

–Los libres no necesitan querida.

Le cayó como agua en comal caliente. ¿Tanto tiempo esperando y así? Podían haberle avisado de antemano, tenían que haberlo hecho. Para liberar a un preso había un protocolo estricto: primero estaba el anuncio, la venta de pertenencias, el buscar contactar a la familia, el papeleo expedido desde el juzgado; luego estaba su nombre en una lista que tenía que firmar, devolver su ropa de manta y que le dieran una muda lo menos usada posible y sus veinte pesos reglamentarios, para que no sufriera el camino de regreso. Veinte pesos no alcanzaban, por eso él había ahorrado todo aquello en esos años de encierro. Pero ver a Vargas ir hacia el muelle, tomar a Marta por el brazo, su cuerpo ondular rígido, ceder luego, decidir como marta que quizá había mandado que robar en casa, lo convenció de que había sido todo premeditado. Cruzaron miradas, Vargas con sorna reconociéndole el buen gusto. El Papa Negro lo empujó hacia la mesa de registro y luego hasta la boca del Tres Marías. Casi desnudo con su ropa de manta en una mano y la muda recién en la otra se quedó viendo a Marta irse con Vargas, a convencerse de que no lo estaba viendo, de que ella no estaba.

–Es de mala suerte mirar hacia atrás en el muelle –le advirtió Pío Quinto.

No lo oyó. Comenzó a vestirse entre los cuatro o cinco que también se iban. Un mariachi improvisado soltó las primeras notas de la despedida. No lograba alegrarse. Tanto tiempo de espera no lo había preparado para la sorpresa de sentirse indefenso ante el continente que lo aguardaba. Ya no vio a Marta ni a Vargas perdidos en los callejones. Pío Quinto le puso algo en la mano.

–Aquí están tus veinte pesos. Aprovecha.

–Pero

–¿Arriba a la izquierda, entre las tejas? –sonrió–. No te preocupes, yo me encargo.

Compartir:

Escríbeme

Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

hugo@hugolabravo.com