Dirección

El Pichi entró al estudio de su padre con un leve crujido de la puerta. Lo golpeó el tufo a antiguo que despedía la alfombra. Todo ahí olía a polvo, a pesar del rigor higiénico de la milicia. El coronel no le permitía entrar a nadie, ni siquiera a hacer la limpieza, pero lo dejaba sin llave en todo momento porque confiaba en la obediencia ciega a todas sus prohibiciones. Por eso su saludo fue hosco.

—Pichi, qué hace aquí.

Estaba tendiendo un sarape de campaña sobre el canapé, a guiso de catre improvisado. Llevaba semanas durmiendo ahí a hurtadillas; subía a su cuarto pesadamente embotado y se las quitaba ante la puerta para bajar de nuevo, descalzo y sigiloso. Electra no le permitía la entrada. Ya ni siquiera le dirigía la palabra si no había alguien más presente frente al cual mantener la fachada.

—Ya soy grande, señor. Llámeme por mi nombre.

Enrique sonrió ante la pretensión de aquel mocoso. Así que ése había sacado aquella parte de la herencia. Ya era hora.

—¿Y cómo se llama?

—Jorge. Mi nombre es Jorge.

El coronel reprimió un dejo de confusión. Después de todo, seis hijos vivos son bastantes. Y con tanto apodo en uso no podía exigírsele que se supiera al dedillo los nombres de pila que de todos modos no pronunciaba nunca. Pero Jorge. Algún capricho de su mujer en el parto, sin duda.

—Está bien, Jorgito, ¿qué se le ofrece?

El Pichi no había contado con la nueva afrenta del diminutivo, que su padre había usado con tanta naturalidad que lo obligaba a aceptarla. Lo golpeó la certidumbre de que el cambio de nombre no sería suficiente para que lo tomaran en serio. A lo mejor si se dejaba el bigote. Cuando le creciera. Además, el director fue a su escritorio y se sentó en su silla de respaldo alto, con los antebrazos sobre la mesa y las manos entrelazadas en el gesto que usaba para disuadir a la gente de pedirle favores.

—Solicito permiso para salir a remar mañana domingo, señor.

Al Pichi siempre le sorprendía la seguridad con la que hablaba. Su boca no estaba conectada con el resto de su cuerpo, que momentos antes de empujar la puerta se había sacudido con una temblorina apremiante. Enrique tuvo que sonreír de nuevo.

—¿Acompañantes?

—El Aguas y el Charco; los Tlaloques, señor.

—Concedido. Los quiero de vuelta a las mil ochocientas, para el pase de lista. Se harán responsables de cualquier infracción al reglamento. Y se lleva a su hermano.

—Raúl tendrá otras ocupaciones, señor.

—Al Güero, Jorgito, tiene dos hermanos.

—Sí, señor.

Pero no engañó a nadie con su afirmación acartonada. Estaba atrapado en su papel de hijo menor, pero tener que arrastrar consigo al más pequeño, reconocer la existencia de ese bulto ruidoso de siete años y medio era humillante, era volver a quedar a su nivel. Le molestaba que ni siquiera sus mocos y la baba ocasionales lo diferenciaran claramente, que ni siquiera con él debajo hubiera dejado de ser el consentido de su madre, un privilegio cuyas ventajas hacía tiempo que había declarado caducas. Si Raúl y Gloria crecían inmensos era porque los dejaban solos, si se hombrecían y se amujertaban era porque no tenían hombres y mujeres que les ocuparan los lugares. Los veía explotar en madurez y se sentía quedarse irremediablemente atrás, en el carril exterior de la pista, con la amplitud de la curva que le evitaba alcanzar a los del centro. Había una decepción en ese edicto paterno que lo conminaba a incluir en su mundo al del hermano más pequeño: los metía a ambos en la misma caja, archivados con la misma rúbrica. Buscó cambiar de tema para recobrar siquiera alguna dignidad.

—Hay algo más, señor.

—Dígame.

—Soñé con un campamento. Campamento de Expatriación de Indeseables María Magdalena, se llamaba. Estaba lleno de chinos.

—Nunca he oído hablar de chinos en las Islas Marías.

—No aquí, en la otra isla.

—Sólo hay una isla.

La respuesta fue tan tajante que el Pichi quedó pasmado por su violencia. La entrevista había llegado a su fin.

—Entendido, señor. Permiso para retirarme.

—Concedido. Buenas noches, Jorgito.

—Buenas noches, señor.

Enrique vio a su hijo retirarse con los labios en curva. Ya por fin estaba creciendo. Era la oportunidad perfecta para darle una lección que terminara de forjar su carácter. También lo llevaría a María Magdalena, cuando fuera tiempo de recoger a los insubordinados. No encontraría nada allá. Así se olvidaría de ese sueño peligroso. Por esa noche olvidó la humillación de tener que dormir como refugiado de guerra.

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