Dirección

El Pichi surgió de la arboleda con su saco a rastras, los pájaros sufriendo la inclemencia del relieve, revoloteando contra la tela para escapar de las raíces. Detrás de él venía Víctor casi brincando, su propio costal bien alzado sobre el hombro. Electra soltó un suspiro de alivio. No le gustaba que salieran a cazar al monte, aunque sus presas sólo fueran cenzontles y cotorros. En cuanto la vio, Víctor corrió feliz a sus brazos. El Pichi se demoró, cabizbajo. Puso cara de asco cuando advirtió el beso tronado que le dedicó a su hermano y que seguramente también lo esperaba. Odiaba que los trataran como uno solo. Lo hacía hasta Raúl, como si ya no fuera parte de los hermanos, como si el poco bigote que le brotaba lo pusiera fuera de su alcance. Ahora le daba órdenes.

—¿Por qué no te regresas, Pichi? Tú y el Güero nos están espantando la caza.

Pero había sido Víctor el único que gritaba, el que bailoteaba cada vez que atisbaba un plumaje. Era un milagro que lograra acercarles el palo para atraparlos, que consiguiera rodearles el cuello con el lazo de la punta. La mayoría se le escapaban. Él los perseguía enfurruñado, con la paciencia y el pulso firme del cazador consumado. Volvía con todos. Algunos se los compartía.

—Míralo qué amable, el Pichi.

Su padre se burlaba con ese adjetivo que no correspondía a un hombre. Él intentaba ignorarlo, en vano. De cualquier manera estaba relegado a la captura de aves, actividad secundaria por antonomasia. Raúl y su padre buscaban boa y cocodrilo, quizás toro, por eso tenían las armas reales y el privilegio de la montura. Pero se desesperaban y bajaban, caminaban casi a su paso,

—Mira, Pichi, se te escapó ése.

y de todos modos tenían el talante de estarlo custodiando, condescendiendo cada acto que emprendiera. Lo veían decididamente para abajo. Él lo hacía con Víctor, pero era demasiado fácil. Además, de poco servía si los otros no lo respaldaban. Le faltaba el reconocimiento que

—Apúrate, Pichi.

le negaban desde el nombre. Ésa era la raíz del problema. No podían tomarlo en serio con un apodo que significara escuincle en una remota lengua chihuahuense. Tenía que formarse un carácter nuevo desde las bases. Cambiar en su imaginario, crecer en el lenguaje y florecer luego afuera. Y eso sólo lo lograría si

—¿Pero qué te pasa, criatura? —le preguntó Electra, sacudiéndolo—. ¡Pichi!

—¡No me digas así! —reventó con la tensión de horas frustradas.

Electra no atinó a enojarse por encima de la confusión que le provocaba un arrebato tan repentino. Sólo logró preguntar:

—¿Qué?

—¡Que no me digas así! ¡Es tonto!

—¿Pero cómo quieres que te diga? —inquirió, comenzando a ofenderse.

—¡Por mi nombre! ¡Ya no soy un niño!

Estaba a punto de patalear, al borde del berrinche que tiraría al suelo toda pretensión de madurez. Electra vio la oportunidad de meterlo de nuevo bajo su ala protectora. Jugó la carta de la compasión.

—Pero si siempre te hemos dicho así, Pichi. Es de cariño.

—¡Es de niños! Ni Víctor tiene apodo de niños.

—¿Cómo no, tontito? Víctor es el Güero.

—Pero ser güero es bueno; ser pichi, no. ¿De dónde vino ese nombre tonto?

—Ya te lo dije, te lo puso el Sr. Molina.

—Pues no me gusta, quiero mi nombre real. Dime mi nombre real.

Electra le revolvió suavemente el pelo para esconder el predicamento en el que se veía. Su mente trabajaba y no daba con la respuesta, circunvolución tras circunvolución en vano. Recordó el momento en la casa de Mixcoac en el que la partera había dicho “niño” y Enrique se había interpuesto como con los cuatro anteriores. Le había puesto ese nombre horrendo y ella no había podido abrir su boca de buena esposa para protestar. Un nombre horrible, de eso no cabía duda, si no, ¿por qué Enrique mismo insistía en llamarle Pichi? ¿Y no era ésa la prueba de que el nombre nunca le había quedado? Se convenció rápidamente, a media caricia apenas, vio su oportunidad única y sacó de un arcón sagrado el otro, el que siempre había querido ponerle a alguno.

—Es Jorge, hijo. Te llamas Jorge.

—Jorge —dijo el Pichi saboreándolo—. Me gusta.

Horas después volvió Enrique. Los pájaros llevaban toda la tarde en sus enormes jaulas de piso a techo, y habían tenido el tiempo de instruirse en todos los silbidos soeces y palabras de mal gusto que los internos del campamento se habían infiltrado al jardín para enseñarles. Llegó con un cocodrilo cruzado sobre el lomo de su alazán. Metros atrás, Raúl se divertía con la boa que le enroscaba el torso. De las alforjas sobresalían las piezas de carne del toro que habían tenido que abandonar por leviatánico. Había sido una caza difícil, que los había obligado a hacer alarde de rejoneo. Sospechaban que la bestia ya había probado sangre humana. Se detuvieron ante el porche y desmontaron. La algazara de las aves los ahogaba.

—Siempre es lo mismo —se quejó Enrique—. Si no le gustaran a Electra…

—¡La puta! —pajareó alguno.

—¿Disculpa? —retó sin saber muy bien a dónde.

—¡Me chupa! —contestó otro.

—No es gracioso —comenzó a exasperarse.

—¡El oso! —llegó el eco.

—¡Son peores que humanos!

—¡Espasmos!

—¿Quién le enseñó eso a estos animales?

—¡Anales!

Enrique pateó el costal de alpiste: las semillas se derramaron en un silencio repentino. Un silbido de cinco notas le llegó desde todas direcciones, sirviendo de fondo armónico a cada cotorro disparando su arsenal de insultos. Rojo de ira, abrió las jaulas. La parvada se arremolinó hacia el monte, lloviendo vulgaridades a su paso. Raúl terminaba de desempacar los caballos.

—Cada vez es lo mismo, padre —lo reprendió—, ¿qué va a decir mi madre?

—De todos modos ya no me habla.

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