Abarrotes

El Pichi y el Charco entraron a los abarrotes seguidos de cerca por Víctor, que se esforzaba por romper su cerco indiferente. Tenían un plan. Habían hablado con las cruzadoras de la última cuerda, y estaban ansiosos por probar sus embustes. Ninguno de los dos tenía necesidad de atraco: los resguardaban sus privilegios de clase, finamente divididas en las islas entre internos y empleados. El punzar les venía de la modorra del domingo y de la ausencia de crimen en esa comunidad de criminales, cúmulo de decepciones que les cebaba la sed puberta de aventura. Los empujaban, en último término, las incipientes hormonas. Al Pichi más que al Charco, pues se adelantaba a la satisfacción de ganarle al Raffles en cualquier cosa que pudiera simbolizar una victoria sobre el tema imposible de Lo. El Charco se demoró en la estantería, fingiendo un interés desmesurado entre dos marcas indiscernibles de enlatados. Víctor no ayudaba. Insistía en elegir uno a gritos, brincoteándole alrededor y jalándole los brazos. Tuvo que zapearlo hasta el silencio. Mientras tanto, el Pichi fue directo al mostrador y le buscó los ojos al dueño.

—Roberto Alexander Raffles —dijo con entonación de radioteatro.

—Raffles está bien, niño —lo puso en su lugar—. ¿Qué se te ofrece?

El Pichi dudó demasiado. El plan simple de distraerlo exigía una facilidad en la improvisación que le faltaba. Se demoró ligeramente a la izquierda de su interlocutor, donde había un pequeño espejo, y vio al Charco y a Víctor llenarse disimuladamente los bolsillos de mercancía. No estaba haciendo su parte. Tenía que mantenerlo ocupado, con los ojos engarzados.

—Dígame —volvió a la carga—. ¿Qué marcas de cigarros tiene?

—No te alcanza para cigarros, niño.

—Puede ponerlos en la cuenta de mi padre. Son para él.

—Tu padre no tiene cuenta aquí. ¿Crees que no sé quién eres? A la Dirección llega todo sin necesidad de intermediarios.

—Pues se le acabaron. No va a negárselos, ¿o sí?

—¿El Director terminarse sus cigarros? No, niño, tu padre es el hombre más escrupuloso que he conocido nunca. Lo que tú quieres es que yo me vuelva para que esos dos del fondo que no dejas de ver por el espejo puedan escurrirse.

Inconscientemente, como obedeciendo a la conjetura certera, el Pichi echó un vistazo al espejo y quedó deslumbrado por la entrada de Lo, que cruzó los estantes sin dignarle una mirada a nadie, con la fugacidad propia de un espejismo. Se tardó en asimilar la acusación del dueño. Totalmente fuera de guardia torpeó:

—¿Disculpe?

El Charco, que no había despegado el oído mientras tomaba paquetes al azar y los apretaba en las bolsas, comprendió la derrota inminente y jaloneó a Víctor hacia la puerta, tensando los tobillos para correr en cuanto la cruzaran. Fueron demasiado lentos.

—Ay, niño, quieres dormir al velador —condescendió el Raffles—. Oye, Charquito, ¿qué tal le va a tu padre con el negocio de los tubos? ¿Ya lograron recortar más metros? Veo cada vez más difíciles a los compradores.

El Charco no alcanzó la salida. Se paró en seco, volvió sobre sus pasos y reacomodó sus bolsillos en las estanterías. Le dio un coscorrón a Víctor para que lo imitara. Entre los dos desordenaron los tablones con las frustraciones del robo.

—Así me gusta —triunfó el Raffles, regresando al Pichi—. ¿Hablaste con las cruzadoras, niño? ¿No se te ocurrió que por algo están adentro? No hay que oír consejos que se sepan fallidos.

—Y tú sí sabes mucho de eso —se deslizó rencoroso hacia el tuteo.

—¿De verdad no tienes idea?

No la tenía. Escuchó abobado el relato de sus andanzas, cada uno de sus grandes golpes. Concluyó, desoyendo definitivamente el consejo de consejos que acababan de darle, que una vida así valía el intento. Salió mucho después, cuando el Charco y Víctor ya se habían ido a buscar a otro lado su destedio. Loreta se asomó tras él y lo vio tambalearse ebrio de anécdotas que terminarían por desilusionarlo. Cerró la puerta con todos sus candados.

—Ese niño me cae bien —dijo el Raffles mientras admiraba el reloj que le había sacado del bolsillo—, va a lograr grandes cosas.

—Ese niño es igual a ti, Roberto —sentenció Lo, como negando la declaración de su marido.

—Y tiene mis gustos —retrocó él, entre enfadado y divertido—. No creas que no me he fijado cómo te mira.

—Ya le dije que no soy cosa suya pa' que me mire así.

—¡Que no eres cosa suya! —rió—. Y dime, preciosa, ¿de quién eres entonces?

La tomó del brazo con una fuerza que desmentía su sonrisa brillante. Lo no mostró dolor.

—Tuya. Tú me compraste.

Pero su voz de obsidiana le magulló los dedos, y el Raffles tuvo que quitar la mano para fingir satisfacción.

Compartir:

Escríbeme

Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

hugo@hugolabravo.com