Cuartel

El teniente Suárez cuidaba mucho su postura, incluso con la cojera que lo inclinaba un poco a su derecha. Insistía en pasearse frente a los prisioneros al hablarles, a pesar del dolor que eso debía producirle. Era un hombre que cultivaba el dolor. Lo dejaba crecer hasta que cristalizara. Entonces se paraba sobre él. Le gustaba hacerlo en momentos como ése, cuando interrogaba y cuando pasaba sentencia.

—Espero que comprendan la gravedad de lo que hicieron —atacó directamente al nodo.

—Cultura —musitó Moisés.

—Siempre ha traído problemas —completó alzando los hombros Andrade.

Emilia no dijo nada.

—No, lo que hicieron no es cultura —contestó paternal el teniente Suárez—. Cultura, Altamirano, Riva Palacio, ¡Nervo! Ustedes escribieron un panfleto, un vil panfleto plagado de calumnias. No tienen derecho a opinar de lo que no conocen.

—Y supongo que tú sí estuviste ahí para saber de lo que hablas —escupió Emilia.

—Lo que la compañera quiso decir —arregló Moisés asumiendo su rol de vocero—, es que se trata de una ficción para entretener a los internos. Eso es todo, mera ficción.

—Ahí es donde se equivocan ustedes los comunistas: el verdadero Arte debe tener siempre un fondo de verdad. ¡La Verdad asoma a la mente de los genios! Por eso, por esa confusión entre ficción y mentira, es que creen en sus utopías irrealizables. ¡Comunidad de todos los hombres! Pero no los incluyen a todos, porque en el fondo mienten. El socialismo mexicano de mi general Cárdenas sí es una alternativa viable al imperialismo norteamericano y al fascismo europeo. Hemos encontrado el equilibrio entre el empresario y el obrero, todo sin olvidarnos del importantísimo campesinado, sostén de la Nación, ni de los trabajadores urbanos ni de los servidores públicos. Todos tienen acogida en el Partido.

—Todos tienen su cogida del Partido —siseó casi inaudible Emilia.

—¡La Revolución Mexicana ya sucedió! —los sobresaltó Suárez con un golpe en la mesa—. Yo luché en ella. Y luego contra los cristeros. ¡Y seguimos luchando! Con mi general Cárdenas la Revolución Mexicana continúa por su camino recto.

El teniente Suárez hizo una pausa para observar a sus recientes pupilos, que permanecían igual de escépticos: Moisés con concentración fingida, Andrade perdido y como nervioso, Emilia con una sonrisita irónica. Despertó entonces de su sueño pedagógico y recordó la consigna que tenía.

—Pero si están en la colonia es porque no entendieron razones, porque son como animales que hay que reformar mediante el trabajo honesto. Pero no, tampoco. Están aquí conmigo porque tres meses en las eras no les han bastado y necesitan un cambio de ambiente. Aislamiento, para que puedan reflexionar y sobre todo no seguir infectando a los demás internos. Un mes en María Magdalena. Tendrán suministros suficientes, si saben administrarlos. Saldrán mañana a primera hora. ¡Sargento! —entraron rechinando tres inválidos—. Lléveselos a su celda de la noche.

Se pararon los Rojos y los soldados zarparon firmemente a los hombres. Se los llevaban a la puerta cuando Emilia

—¿Y yo qué?

—Para usted hay un encargo diferente, señorita —Suárez repentinamente deferente—. La directora se ha enterado de su situación y la ha pedido como dama de compañía. Será llevada a Nayarit cuanto antes.

—¿Dama de compañía? ¿Estamos en la pinche corte? ¿Esa pendeja cree que me está haciendo un favor? ¡Esto es denigrante! ¡Discriminación!

—Modere su lengua, señorita. Otro exabrupto y la azoto antes de enviarla. Y sí le están haciendo un favor. No quiere conocer María Magdalena.

—Tú qué sabes lo que quiero o no quiero, tenientillo de mierda. Y deja de actuar como si me estuvieras protegiendo. Estos dos pendejos no pudieron ni defenderme.

—Veinte azotes, sargento —sentenció Suárez—. Y a Nayarit aunque tengan que amarrarla. Buenas noches, señorita. Eso es todo.

Salieron los tres escoltados a jalones. A Emilia tuvieron que alzarla en vilo. Escupió al suelo al cruzar la puerta.

El teniente Suárez se sentó en su escritorio con las manos contra el rostro. Hizo mimo de arrancarse los ojos. Luego se sobó las sienes mientras observaba la rodilla que nunca había sanado. Cualquier herida puede truncar una carrera brillante. Se permitió sentir las punzadas, las caricias de la prótesis, todos y cada uno de los tornillos.

—Lo que éstos no entienden —murmuró con amargura— es que si no navegamos todos al mismo lado nos vamos a hundir, ahora sí, todos juntos.

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