Dirección

Enrique se estaba vistiendo cuando oyó los gritos. Se alborotaron los pasillos. De las puertas salían caras medianamente presentables: maquillajes incompletos, algunos gallos rebeldes, la corbata desatada, blusa sin abotonar. Era Gloria. Había insistido en bañarse sola. Lo venía haciendo desde hacía meses, presa de algún pudor que Enrique no se atrevía a investigar. En algún punto ya ninguno se prestaría al ritual, a estar todos al mismo tiempo en el baño repleto de loseta, la tina al centro con el agua caliente, él dentro, por supuesto, y la fila de hijos por estaturas en la escalera del fondo, cuando se enjabonaban salía con una cubeta que les vaciaba magnánimamente de arriba a abajo, el calor escurriendo el escalafón hasta el más pequeño, comodidad y jerarquía en contubernio, y volver a la tina, y descansar mientras se tallaban apresurados la siguiente extremidad, y repetir. El rito como símbolo del poder paterno y su protección, su manera de gotear hasta alcanzar al más ínfimo. Su culto, su intimidad, su tiempo fuera de la madre. Y todos lo abandonaban, tarde o temprano. Tenían que entrar solos a esa trampa de azulejos, vaciarse su propia palangana. Crecer.

Los gritos no estaban previstos en esa ceremonia de paso. No eran compatibles con la madurez. Cruzó Enrique la casa con la autoridad creciendo a cada botón que se apretaba, definitivamente asentada cuando se ajustó las mancuernillas. Tropezó con Gloria en la puerta del baño, envuelta en una toalla que chorreaba dulzácea.

—¡El agua! —le alarió antes de salir chapoteando hacia su cuarto.

Enrique entró sintiendo que se entrometía en una ciénega encantada. Estaba en penumbra, Gloria había tenido la buena costumbre de apagar la luz antes de salir en su griterío. Un olor característico le inflamó las fosas. La llave estaba abierta. La oía borbotear, derramarse por los bordes. Se sintió chapalear hasta el centro. La cerró. Acunó la mano y se llevó el líquido a la boca. Insoportablemente dulce y acre, con tonos acidulados. Sintió el vértigo del barrio en el que había crecido, los locales antihigiénicos, las riñas callejeras, el descubrimiento del delirio, el dinero perdido, los matones sonrientes. Se sacudió con asco. Salió del baño y hasta la puerta de servicio, sus suelas pegosteando a cada paso, moviendo con mano firme a los curiosos que seguían desarreglados cada vez más cerca de la escena del crimen.

El Aguas estaba sobre el pasto, vigilando las calderas como cada vez que se bañaban. Enrique lo levantó de la solapa.

—Es una mala broma, Áhuatl.

El empleado lo miró completamente perdido.

—El tepache, Áhuatl, no se me haga el inocente.

—Señor, el alcohol está prohibido —hizo prueba de excusa.

—¡Sale tepache del lavabo! —avisó Emilia desde la ventana de la cocina.

—No puedo ser yo, coronel —se alivió el Aguas—, si estoy aquí con usted.

—Pues no sé quién habrá sido el genio —opinó Emilia con un vaso lleno de amarillo—, pero urgía algo así en esta pinche isla.

—Ha de venir de las bombas —sugirió el Aguas.

—Las bombas son su responsabilidad —lo reprendió Enrique—, así que no se libra tan fácil —y luego, viendo su reloj—. Ya es tarde, mañana arreglamos este asunto. Váyase a lo suyo y detenga el mal chiste. No quiero desmanes en la fiesta. Ya.

El Aguas corrió diligente hacia su sitio de trabajo. Sudor frío le corría por la espalda. Lo habían hecho antes de tiempo. Se imaginó a la hija del coronel toda embadurnada de piña en fermento, incómoda en la noche porque su vestido se le engomaba al corpiño. Cuando estuvo seguro de estar fuera de alcance de sus oídos, soltó la carcajada.

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