Calle del Comercio

—¡Ey! ¡Emilia!

Emilia percibió la figura misteriosamente escondida a la sombra del callejón. Vio que era mediodía y se le hizo extraño. Frunció el ceño, pero cuando imperó de nuevo el susurro se dirigió hacia aquella esquina. La silueta encapuchada retrocedió un par de pasos para invitarla a meterse en la callejuela. Emilia se estremeció ligeramente, se mordió un labio hasta que el sabor férreo en la boca le espantó al fantasma del Niño y entró en la penumbra. Unos dedos gastados abrieron lo suficiente la capucha para revelar una cicatriz en la mejilla izquierda.

—¡Ani

—¡Shh! —la calló la otra con los mismos dedos, más en golpe que en seña—. No tenemos mucho tiempo. Ya ha de estar percatándose.

Emilia recorrió con mirada escéptica la calle vacía a sus espaldas. Anita la jaló hacia sí.

—No lo vas a ver —la regañó. Y luego, bajando la voz—. Pero está en todos lados. Sólo podemos esperar que esté distraído.

—No chingues, Anita, ¿estás organizando la resistencia contra Dios?

Anita le cortó la sonrisa con una mirada abrasiva. Luego continuó seriamente.

—Dios ha muerto. Éste es peor. Éste nos mueve cuando habla.

Emilia soltó una carcajada tan sonora que la bofetada que le surcó el rostro no emitió ruido alguno.

—Me estoy jugando la vida, Emilia, así que cállate y escucha. No tenemos mucho tiempo.

Emilia hervía de indignación, pero su amiga se veía realmente nerviosa. Se tragó su orgullo y su regaño para más tarde. Tal vez también el contraataque. Pero no pudo evitar que su voz sonara seca.

—Dime, pues.

—Te están usando.

—Este cabrón que nos mueve cuando habla.

—Sí. Eres su escudo.

—Ah, chingá, ¿su escudo contra qué?

—Las feministas.

—¡Pero si yo soy feminista, puta madre!

—Por eso mismo. Si hay un personaje feminista, no lo pueden acusar de pertenecer al patriarcado.

—Aguanta, Anita, aguanta. ¿Entonces yo soy un pinche personaje?

—Sí.

—Estás cabrona.

—¿Tienes hermanos?

—¿Eso qué chiles pela en esta salsa?

—Tú contesta.

Emilia se esforzó por responder, pero sólo salió una sílaba ahogada.

—Más fácil. ¿Dónde naciste?

—…

—¿Qué edad tienes? ¿En dónde estudiaste? ¿Cuánto pasaste en Lecumberri? ¿Dónde vivías? ¿Cuál es tu color preferido? ¿Cuánto mides? ¿De dónde es tu familia? ¿Qué te gusta leer?

Emilia no lograba la articulación. Ni siquiera llegaba a tartamudear. Sus ojos buscaban frenéticamente las respuestas, o alguna pista, o una revelación escondida entre la terracería. Cada pregunta la golpeó con fuerza, le frenó los labios hasta detenerlos por completo. Quedó con la quijada rígida y las cejas entrecerradas. Cuando se calmó al fin, había silencio. Subió la mirada para encontrarse con la sonrisa socarrona de Anita. No contuvo el rencor.

—Ta’ bueno. ¿Qué hacemos?

—Le tumbamos su teatrito.

—¿Por dónde suelto los putazos?

—Los falsos panfletarios como este idiota no pueden evitar hablar por sus personajes. Fíjate en lo que hablas. Cuando no te reconozcas, te callas. O, mejor, dices lo contrario.

—¿Así de fácil?

—Así de fácil.

Emilia presumió sus colmillos.

—Ese cabrón ya valió madres. Voy a chingarle desde ahorita.

Pero no lo hizo. Olvidó toda esa conversación. A la mañana siguiente, Anita murió, en ese mismo callejón, por una teja que le aterrizó en la coronilla sin razón alguna.

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