Hospital

El Hombre tropezó con la broza hasta quedar tumbado de bruces. Le dolía la pierna con la esquirla de bala. Fue tan parecido a su pesadilla. Pero sólo habían agarrado al Niño. No pudo hacer nada al respecto, su pánico lo había atrapado. Y ese cuerpo enorme y los gruñidos masculinos no servían contra fusiles. Huyó. Ahora estaba tendido, con el plomo en el tobillo que lo jalaba contra el suelo. Pero tenía que seguir adelante. No podía creer que ya no lo siguieran. Además, estaba ese miedo plenamente justificado a los toros remontados. Se arrastró un poco más hasta abrir con las manos las hojamadres y vio las paredes más blancas jamás pintadas.


—Te trajeron las monjas, algunas, a escondidas por la noche.

—Que no crean que por eso les perdono la complicidad. Moralinas de mierda.

—A mí me trajo Vargas.

—No sabía que le importara nadie.

—Vino a tirarme. Le gusta que sepan.


El tratamiento inició con reposo, como siempre, porque era lo que a todo mundo le faltaba en esa isla. Reposo, siempre, contra cualquier cosa. Y es que en realidad muchas dolencias no eran más que fruto del agotamiento. Al del catre de al lado era la tercera vez que se le caía el machete, pronto ya no le quedarían dedos para descansar. Lo llenaban de sonrisas comprensivas y de consejos a medias, porque todos sabían que las precauciones no eran el problema. El Hombre sentía una pena inmensa por él, pero no se atrevía aún a expresar debilidad alguna. No había gritado cuando le limpiaron la herida. En vano: no le habían podido sacar la esquirla. Estaba muy adentro del hueso, habrían tenido que rompérselo.

Había un olor a éter en el que se debía de ir todo el presupuesto, pero fuera de eso, era un lugar cómodo. Los enfermeros le llevaban la comida, parca, como en todos lados, y una vez al día lo visitaba el médico. Era amable, muy atento. El Hombre estaba confundido, nunca había conocido el buen trato.


—A mí no me importa.

—No te gusta hablar, ¿verdad?

—No vine a eso.

—¿A qué viniste?


Comenzó a caminar. No había qué hacer sino caminar por el único pasillo, en redondo. Era un andar eterno por esa atmósfera etérea que mareaba al más acostumbrado. La única luz entraba desde el patio, a intervalos, pero rebotaba incólume por los muros de yeso. También había cal en todas las paredes, hasta un metro, para disuadir a las hormigas. El Hombre caminaba en un círculo amplio que lo llevaba por todas las salas, eternamente en círculo por ese pasillo en el que se sufría el frío de todos los tiempos. Era raro cómo se sentía más libre ahí adentro que afuera, pero es que afuera era una cárcel.

El silencio era absoluto. Sólo a veces el murmullo de los demás enfermos. Se detenía a escuchar.


—Yo llegué con la falda goteándome que daba miedo. Me contuvieron con mantas, pero no paró. El médico tuvo que sacarme todas las astillas, una por una. Podía verlo anotándole las deudas a Vargas.


Pero en general estaba solo, rumiando aquel único pasillo. Por las noches salía al patio central. La luna entraba entera, santificando a los tuberculosos. Los ciegos caminaban a tientas pero seguros, con los ojos goteando salmuera. Y él se trepaba al árbol, y pasaba la vigilia viendo hipnotizado hacia el faro.


—Ésa es mi historia.

—Yo no te la pedí.

—Te la di de todos modos.


No podía olvidar al Niño. Eran recuerdos agrios que forzaba a la dulzura. Pero sobre todo pensaba hacia adelante, y lateralmente hacia dónde estaría y con quién. Le carcomía la certeza de saberse desplazado, porque por más indispensable que se hubiera impuesto, no albergaba esperanza alguna de fidelidad a distancia. El Niño se creía demasiado hombre para depender tanto de alguien. Él sabía que podía ser suave, sólo a veces, en los raros momentos en que bajaba la guardia. Los había pagado caros todos, con el desquite que acompañaba el querer compensar la debilidad expuesta. Lo extrañaba, aunque algo le decía ese haberlo abandonado en el momento más imperdonable, ese haber corrido ante los inválidos, ese haberse arrastrado a pesar del tobillo inservible, ese sentirse aliviado esas semanas de cuidados, de mimos, de sonrisas sin trampa, ese estar disfrutando tanto su soledad.


—¿Te voy a seguir diciendo "tú" toda la vida?

—Dime Mildías, así me dicen todos.

—No tenías que ser tan hosca. Yo soy Anita.

—Yo no tengo que ser nada.


Al Hombre le gustaba sobre todo esa sala, tan vacía, una pequeña sala con una mínima claraboya. Se sentaba ahí horas, disfrutando la luz que se colaba extraña aferrada a las paredes. Escogía una esquina, la que quedaba junto a la puerta, para que nadie lo viera al pasar, y se reclinaba contra el muro encalado para mirar hacia arriba. Las otras dos paredes lo observaban con los ojos en blanco. Jugueteaba recorriendo la juntura de las baldosas con los dedos. El tobillo le punzaba.


—Odio esa claraboya.

—¿No te gustan las estrellas?

—No me gustan las ventanas en los lugares cerrados. No me gusta que finjan que somos libres. No me gustan las falsas esperanzas.


Tenía que pasar, pero él se había quedado aferrado a esa esperanza. Un día el médico lo descubrió en su sala vacía, acariciando las baldosas y mirando al infinito. Entró en silencio, sin hacerse notar, y se sentó en la pared de enfrente. Lo observó. Los minutos pasaron por esos ojos que no alcanzaban a encontrarse. El Hombre dio un salto cuando descubrió al otro escudriñándolo. Pero no logró ponerse en pie.

—A mí también me ha gustado siempre este cuarto —sonrió el médico—. Pero me gusta más desde sus últimas habitantes. Me recuerdan a ti un poco, siempre tan callado. Aunque ellas hablaran todo el tiempo.


—¿Por qué nunca me cuentas lo que te hicieron?

—¿No es bien pinche obvio?

—Tal vez ayude.

—No vale la pena.


—No sé, doctor. Yo antes hablaba mucho, pero ahora… ahora como que pienso.

—No tienes que decirme nada. Aquí estamos para sanar.

—No se preocupe. Ayuda. Sí, creo que ayuda.


—Tienes que hablar.

—Yo no tengo que hacer nada.


—¿No quieres saber nada de afuera? Sé que tenías a alguien.

—Yo…

—No te preocupes, no te voy a delatar. Lo que pasa aquí adentro, aquí se queda.

—Prefiero no saber, doctor.


—Bueno, hagamos algo. Si no quieres contarme nada, pregunta tú.

—¿Y la tajada en la cara?

—A lo que te truje. Ésa es marca de oficio.


—Ya recorriste todas las salas. ¿Hay otra que te guste? Otra aparte de ésta.

—Me asustan los ciegos.

—Vienen todos de las eras. Se ven aparatosos, pero la mayoría se acostumbra pronto.

—¿Voy a acabar aquí, doctor? ¿Después?


—Te haces la fuerte, pero a mí me suena a que gritas auxilio.

—Tú qué sabes.

—Ya te conté mi historia.

—Y yo no te conté la mía.

—Era bien pinche obvia.

—Bueno, ¿y luego?

—Y luego tienes pesadillas.


—Te puedes quedar aquí. ¿Te gustaría? Sólo es cuestión de arreglar los papeles.

—Pero ya no tengo nada.

—Tuberculosis. Sólo tose cada vez que se aparezcan los inválidos.


—Esos sueños son míos.

—Son nuestros. Los oigo. Los vivo.


—Sí me gusta la vida aquí.

—Lo sé. Y se nota que la necesitas.

—¿Pero y todos los demás?

—Bueno, para todos los demás somos premio de consolación. Para ti, no.

—No quiero salir.

—Lo sé. También se nota.

—La verdad es que sí hay algo que me gustaría contar.

—Ya decía yo que no podías seguirte así toda la vida.

—Me llamo Emilia.

—Encantada.

—Y me encabrona un chingo no haber podido hacer nada al respecto.

—Todavía tienes marcas de pelea.

—Sí, pero de todos modos. Ya sabes de qué hablo.

—¿No te pasa?

—Me remendaron toda, pero las cicatrices de afuera son las que menos importan.

—¿Y luego?

—Y luego aquí estamos. ¿Sabes lo que más me jode? Que ese pendejo ya me arruinó el goce para siempre.

—¿No es eso dejarlo ganar?

—¿Crees que siga la lucha? Ya perdimos.

—Siempre. Ni madres que me dejo hacer eso.

—No sé, Emilia, no sé si pueda olvidar.

—Yo sí. Que se chingue el Niño, ya parece que además le voy a hacer el favor de recordarlo.

—¿En serio eso quieres?

—Lo digo en serio, tiene que avisar.

—Pero si no es mi papel en absoluto…

—Quieren hacerlo el quince, doctor. En la mera fiesta.

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