Cuartel

La lluvia caía por ráfagas, escondiendo el mundo a intervalos. Una columna de hombres cruzaba por Balleto. Venía de la carretera del sur. Se detuvieron frente al cuartel. El primero tocó con puño pesado. La puerta de hierro se estremeció bajo su estampa. Se abrió la rendija. Los ojos del sargento Barrios despuntaron.

–Vargas –saludó seco.

–Buenas –sonrió el jefe de los cabos y se abrió para mostrar las siluetas oscurecidas por las gotas.

–¿Y ésos?

–Hubo motín en Morelos. Te los traigo a que los encierren.

–Ya estamos en una cárcel, Vargas –ironizó el sargento. Y luego, viendo las sombras que agotaban la calle–. Además, no caben.

–Podemos meterlos al patio. No pueden andar sueltos. Éste es el lugar más seguro de las islas.

Para demostrarlo resonó con el anillo el grueso del metal. El inválido abrió, retrocediendo torpe con las muletas. La mano de Vargas empujó primero a Moisés, que tropezó un poco antes de lograr detener el impulso. Luego entró él. La fila comenzó a introducirse, los presos azorados por el maltrato de los cabos que los dirigían a empellones. Pasaron por sus espaldas mientras ellos se demoraban frente al cuartucho del velador.

–¿Y Suárez?

–Hay fiesta.

–Éste es el líder –dijo zarandeando a Moisés–. Pero igual hay que interrogar al resto para tantear su nivel de rebeldía.

–Muchos lo harán por mitote –concedió Barrios–. Pero éste no aprende. ¿No te bastó perder la mano?

Le señaló el muñón todavía vendado, difícil de cicatrizar en el ambiente de salmuera de Morelos, pero se percató de pronto de que ese incómodo bulto con su pulgar único se deslizaba entre las ataduras. Dio un salto en retirada. Su pierna buena se atoró con el escalón y cayó de espaldas. No pudo evitar que Moisés le arrancara la pistola de la bandolera y lo noqueara de un cachazo. Vargas cerró el portón. Moisés amordazó al soldado y lo dejó atrancado en el velador.

–Primer prisionero –contó–. ¡El cuartel es nuestro, compañeros! ¡Busquen las armas!

Se oyó el júbilo de los reos soltando sus falsas cadenas. Comenzó el saqueo. Se perdieron en los cuartos de la soldadera. Moisés regenteaba el caos con grandes ademanes de Ejército Rojo, quiso organizar cuadrillas por secciones, daba órdenes con la izquierda pendulando entre su bigote y el aire, la derecha escondiendo su mutilación en gesto napoleónico. En medio del tumulto, Vargas lo retuvo del brazo.

–Falta algo importante –le dijo–. Guárdame esto.

Lo apuñaló con la frase que venía ensayando desde que la escuchó en una radionovela policiaca, y completó esa fantasía de su más tierna infancia continuándole el tajo hasta encallar en el esternón. Moisés se precipitó en el vaciado de vísceras de su incomprensión, buscando en los trazos de sangre algún porqué que goteara claramente. Vargas lo dejó agonizando en el suelo rojo del pasillo, chapoteando sin concierto en su muerte inútil, sin dignarse a hablarle porque no estaba para contestar obviedades. Se fue al centro del patio para admirar su obra. Cuando calmaba la lluvia sonaban estruendos de espejos rotos y libreros volteados. Poco a poco los insurrectos fueron aglomerándose en torno, cargando en fardos el botín. Se sentaron a esperar la apertura de la puerta y la salida que continuaría el triunfo por las calles de la capital. Uno de los cabos se le acercó entre el torrente irregular que los empapaba.

–No están –anunció con gesto de derrota–. No están las armas. Tampoco hay nadie.

Vargas miró incrédulo las presas del saqueo que asomaban los costales. Prótesis de repuesto, quinqués rotos, cepillos, cucharas. Le olió a mano mal jugada.

–¡Eh, Vargas!

El grito vino de arriba, pero no le pudo hallar origen entre la cortina de agua que ocupaba el aire. Oteó el patio. Los demás rebeldes se veían también desorientados. Gritó de vuelta.

—¡Qué!

La respuesta vino en forma de plomo. Las balas acallaron la lluvia. Cayeron proyectiles sobre cada baldosa del patio, crispando los cuerpos que se interponían en nueva alfombra. Se inmovilizó el cuartel, se fueron espaciando los disparos. El olor a pólvora escaló por las gotas que escurrían.

–Bien hecho, muchachos –felicitó el teniente Suárez desde su parapeto en el tejado–. Vamos a la plaza. Después limpiamos.

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