Abarrotes

La tienda era el lugar más seguro de la casa. Había, ante todo, que proteger la mercancía. Por eso el Raffles y Lo terminaron ahí cuando todo se fue a la mierda. Él venía furioso, y no bien había asegurado cada puerta y ventana comenzó a desquitarse con sus propios productos.

—Esos ingratos, esos cabrones —gritaba mientras pateaba los costales de harina—; se fueron a motín sin decirme una palabra.

No cabía en sí de rabia. Blasfemaba contra los nueve infiernos al tiempo que destrozaba los costales, los huacales de fruta, las latas. Daba vueltas por el local, puma enjaulado.

—Yo que los acogí —continuaba—. ¡De mi pinche mano comían!

Porque lo que le encabronaba, en el fondo, no era que se hubiera encendido el polvorín y lo tuvieran obligado a atrincherarse; lo que le dolía era saberse por fin desplazado. Todo le había pasado desapercibido, absolutamente todo. Ya no era autoridad en la isla. Dejó que la revelación lo hundiera hasta sentarlo junto a la caja. Afuera se escuchaban disparos, o truenos, los fusiles confundidos con las nubes.

—Ni una palabra —murmuró derrotado—. ¿Cómo no lo vi?

—Tú no te das cuenta de nada, Roberto —dijo Lo desde muy lejos, contestando sin necesidad.

Sólo entonces se percató de que estaba empeñándose en la puerta. Entre el estruendo de afuera se escuchaba el pasar de los cerrojos.

—¿Qué haces?

No hubo respuesta. Siguió el metal en su roce con la madera.

—¿Te vas? —se atrevió por fin.

Ya había llegado al candado inferior, pegado al suelo. Dejó caer las llaves con un eco aterrador.

—Te van a matar —suplicó.

—Yo siempre he estado muerta —respondió simplemente.

La puerta se abrió hacia el caos. Lo salió, o tal vez no, tal vez fuera la calle la que entrara, ya esos verbos no tenían sentido entre el odio y el agua.

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