Abarrotes

Los abarrotes eran muestra del naufragio. El Pichi entró esquivando los restos del pillaje, las estanterías rotas y los productos que habían despreciado. Recargado contra el mostrador estaba el Raffles, intacto, la tormenta alrededor suyo había sido indiferente a su ropa recién planchada, su peinado exquisito, su barba recortada. Lo habían respetado. O quizás no, quizás habían visto en sus pupilas un motín más grande. El Raffles estaba postrado inánime, insurrecto contra la vida.

El Pichi recorrió la tienda apurado, pateando latas y escombros. Se asomó en cada recoveco. Miró de soslayo al Raffles y, confiado por su nula reacción, pasó a la trastienda. Volvió contrariado y con visos de preocupación en el ceño. Esta vez sí se dirigió hacia el remedo de cadáver recargado contra el mostrador.

–Raffles –lo llamó–. ¡Raffles!

No reaccionaba. Le chasqueó los dedos frente a los ojos; ningún resultado. Entonces decidió aprovechar la piedra y desquitar los celos que le tenía. Le soltó una bofetada que le acomodó el rubor en la izquierda. El Raffles despertó mareado.

–Pinche niño. ¿Qué quieres? –le preguntó, todavía desorientado.

–¿Dónde está Lo?

El Raffles sonrió de una manera extraña, burlón y desganado a la vez.

–Lo no está, niño. Ya no hay Lo.

–Pero estaba contigo, ¿no? –insistió el Pichi, agitado–. ¡Confiaba en ti! ¡Tú la cuidabas!

–Ah, qué niño… Las mujeres como Lo no son reales, ¿entiendes? Te hacen creer que existen, pero en realidad son sólo un sueño.

El Pichi se le quedó mirando largo rato, hasta estar seguro de que no le estaba tomando el pelo. Luego preguntó:

–Así que te dejó.

–Así es, niño. Vas entendiendo.

La sonrisa del Raffles se había tornado decididamente amarga. El Pichi casi le tuvo lástima a ese hombre que había ostentado una autarquía en la isla y ahora se ahogaba en su propia casa. Se sentó junto a él.

–¿Y la amabas?

El Raffles soltó un silbido largo, de animal acorralado.

–No, niño, realmente, no; ahora que no existe, no. Y eso es lo que más me jode.

–Yo sí la amaba –confesó el Pichi. Y tuvo miedo de que el Raffles le soltara la carcajada, de que le diera un coscorrón, de que se le quedara mirando eresunniño ¿túquésabes?

Pero no dijo nada.

En vez de eso se levantó y procedió a contar y recontar los restos de su fortuna. No le quedaba ni el recuerdo. En realidad ya era incapaz de aritmética, y las monedas se le resbalaban entre las uñas. Podía pasar días de acariciarlas y soltarlas sin atisbar siquiera su monto aproximado. Tal vez ya habían pasado. Por eso, cuando por fin habló, sus palabras salieron como norteadas, sin hallar bien a qué cosa pegarse para darle sentido.

–Dime, niño, ¿alguna vez has cantado un bolero?

–Quizás –contestó el Pichi, un poco confundido y sin entender completamente a lo que se refería. No se daba cuenta, pero ya había dominado el arte de no admitir nunca que no conocía de lo que le hablaban, de fingir conversaciones enteras sobre temas que ignoraba.

–¿”Quizás”? –continuó el Raffles realmente sin seguir la charla, sino el monólogo–. Sí... estás en la edad. Adelantado unos diez años, pero en la edad. Alguna vez cantarás “Noche de ronda” o “Lágrimas negras”, y los sentirás, y serán los peores momentos de tu vida, pero al mismo tiempo no los cambiarías por otros, ¿entiendes?

Entonces se giró a verlo como si no lo hubiera visto nunca, como si apenas se diera cuenta de que tenía a alguien con quien hablaba.

–A quién engaño –se amargó–, aún eres un mocoso.

–Pensé que no la amabas.

–Yo también.

El Pichi se dio cuenta de que sí hablaba con un cadáver, de que la camisa impecable, el peinado exquisito y la barba recortada ya no le pertenecían. Se separó de él sin voltear a verlo. Sorteó como pudo los resabios de la catástrofe, que servían a la vez de trinchera y de tumba, de campo minado y de camposanto, y salió para siempre del mausoleo.

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