Muelle

Es difícil encontrar el placer del remo. Se esconde tras el dolor de brazos y hombros en la inexperiencia, tras el de espalda baja en la maestría, tras las ampollas en cualquier caso. Es una disciplina alejada de las risotadas indómitas que sueltan los niños, necesita silencio para encontrar su compás. Víctor y el Pichi tomaron un remo cada uno, y el pequeño casi flotaba al meterlo al agua; luego el Pichi y el Charco, iguales en fuerzas, condenaron a la lancha a un girar errático y al dominio de las olas por su incapacidad para ponerse de acuerdo y por agitar cada uno el asta a su propio tiempo, distraerse para salpicar al Aguas, golpear a Víctor con el reverso del palo, justo cuando se asomaba para no ver los peces de ese mar oscuro, con la esperanza de perderlo por la borda. De todos modos, el bote avanzaba, y su avance era homenaje al andar perdido de las ciudades jaloneadas por intereses dispares. De alguna manera salieron de la bahía. Antes de que se percataran, el bote se mecía en olas que se elevaban tórridas y los remos no alcanzaban siquiera a cosquillear ese mar tremendo de peces afilados. El Aguas tuvo que tomar el mando. Se sentó final sobre la banca y empuñó las astas con dominio onomástico. Comenzó a remar. Todo su torso se lanzaba en retroceso hacia la proa y el bote crujía, saltando de cresta en cresta espumosa. El Pichi lo admiraba desde el banco de popa, su rictus potente al jalar la lancha hacia adelante, al rechazar una vez más a ese océano hambriento, paleteo tras paleteo. Se acercaron a la costa en frenesí vertiginoso, y el Charco tuvo que irse al frente para gritar desde ahí el rumbo preciso que no los clavaría en los manglares. La resaca traidora conspiraba por lo bajo, y metió al bote en vibraciones que buscaban subvertir su dirección. Ganó el piloto, con el cuerpo reventado por el esfuerzo, cuando entraron a la bahía y cortaron triunfantes el agua calma de su media luna.

Estaban tirando amarras cuando vieron las muletas del Sargento Barrios clavadas en el barro de la orilla, en cruz premonitoria. Lo descubrieron fumando bajo el guayacán, la pierna inútil cómoda sobre la otra.

—Hasta que llegan —los saludó hastiado—. Vengo a arrestarlos.

—¿Qué no sabes quién soy? —lo retó el Pichi con prepotencia del siglo siguiente.

—Lo sé muy bien, Pinchipito, tu papi me mandó por ti —lo calló socarrón, y luego, al resto que comenzaba a respirar aliviado—. Por ustedes.

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