Muelle

Predecir el clima en cualquier costa es traicionero. El viento viene desde muy adentro, no para de pegar nunca, y trae nubes y soles y estrellas y lunas sin detenerse a respirar para seguir soplando. En esa isla es peor, porque uno está viendo hacia el mar equivocado. El verdadero está detrás, más allá del monte que finge ser tierra firme. Por eso nadie vio venir el ciclón.

Debieron preverlo, se anunció cortés semanas antes, haciendo vibrar todas las tejas de la Calle del Comercio, evitando que las gaviotas volvieran a puerto solazadas, obligándolas a entrar en tangente por el lado de los cocoteros, a aferrarse a los cables para no ser desterradas. Los banderines tricolores que habían colgado a todo lo largo del malecón en previsión para la fiesta se tensaron amenazando a los nudos de marinero que los sostenían de las trabes descubiertas, y en momentos perpendiculares el viento tocaba en ellos ráfagas patrióticas. Todos pensaron que sería un remilgo manso, y que la noche del 15 la tormenta tendría la decencia nacional de dejar paso a los cohetes. La orquesta de mariachi siguió ensayando tranquilamente, con el chirrido ajeno colándoseles en el latón y las cuerdas de vez en cuando; los cocineros comenzaron a echarle cada vez más agua al rancho, en ahorro para el banquete que venía; los inválidos remendaron los uniformes del desfile, y todos se resignaron a caminar un poco ladeados y defendiendo el sombrero de ese aire hambriento que se los saboreaba desde entonces.

Aquel día se cayó la lluvia. Se cayó tan fuerte que parecía que no iba a acabar nunca, que no va a terminar de hacerlo. A nadie le importó, por supuesto. Había fiesta y eso los tenía ocupados a todos. Había fiesta y algo más. Mucho más de lo que creían los que traían machetes y hachas escondidos bajo las mantas, más de lo que creían los empleados con las armas y una bala en la cámara. Cuando el Niño levantó el revólver, la detonación tuvo un eco más sombrío y omnipresente. Le sucedieron más, a pesar de que nadie estaba disparando. Sí lo estaban, pero los gestos no coincidían con el estruendo, como si las pistas se hubieran desfasado. Giraron cada quien hacia cualquier lado, y les fue imposible seguir ignorando los relámpagos que ya caían por todo el monte, y los que vieron al muelle no lograron no ver cómo las tablas las levantaba una ola descomunal que inundó los cocoteros y comenzó a barrer los desechos de la fiesta. Entraron los inválidos, pero se unieron a la estampida que buscaba la seguridad de los talleres. Muchos aprendieron a nadar. El viento cumplió su amenaza, da vueltas y vueltas, sin perdonar tejas ni banderines ni rehiletes abnegados. Arrastra consigo lo que encuentra, que es todo, y lo lleva de la mano por un paseo aéreo en un cielo que ya no es celeste porque trae el mar mezclado, los peces confundidos entre los tejados, los cerdos conociendo de cerca a las algas. La gente en todos lados. Los que se agarran a los muebles duran un poco más aferrados al suelo. Muchos no lo logran. Un soldado y un reo se abrazan antes de estrellarse contra el quiosco. En el monte el caos es verde. Hay árboles que son olas que son viento que son muerte. Todos sus habitantes ululan. Nadie alcanza a oírlos. Las cenizas invisibles de un desdichado se mezclan con los restos de un niño. El teatro recibe la tormenta impasible, negándose tajantemente a que la más mínima realidad irrumpa sus paredes. Tal vez por eso ese barco viejo y hermoso, que por primera vez en más de un siglo obedece al viento poblado de percebes, termina clavado en su techo. Una mariposa se levanta del pecho de un hombre, la atrapa la corriente, pierde los colores en su aleteo frenético y se desploma sobre las aguas. El ruido se convierte en silencio. Una niña vuela en el ojo de la tormenta. Es feliz antes de caer. En la boca del monstruo se revela la belleza, estética de un paisaje invertido. Pero el ojo pasa, y las olas pierden la perspectiva y se convierten en nubes, y ellas invaden la tierra bajo las baldosas. Damos vueltas y vueltas, sin perdonar tejas ni banderines ni rehiletes abnegados. Un bramido descomunal abre la isla. El horizonte ruge. Arrastra consigo lo que encuentra, que es todo, y se lo lleva de la mano por un paseo aéreo en un cielo que ya no es celeste porque trae el mar mezclado, los peces confundidos entre los tejados, los cerdos conociendo

de cerca

a las algas.

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