Oficinas

—Su reporte, teniente.

—Toda la compañía de teatro está bajo custodia, coronel. Como sospechaba, todos pertenecen al campamento de Morelos. Los he reasignado a otros, en cuadrillas de tres y con órdenes estrictas de que no compartan melga, rancho ni barraca. Lo que yo veo es una conspiración, coronel, y los autores intelectuales deben ser los Rojos. En primer lugar son los únicos que saben escribir, además de que la obra tenía claras intenciones políticas. Está también el antecedente del motín en Lecumberri.

—Teniente, deje de decir obviedades y dígame lo que está haciendo para arreglarlo.

—Andrade y Abad pasarán un mes en María Magdalena. En aislamiento y condiciones precarias no podrán seguir esparciendo sedición. A Soria la enviamos a la Dirección, como lo solicitó su señora.

—Tendré que vigilarla yo mismo, pero es cierto que Electra necesita compañía. Sólo espero que no le inspire alguna de sus doctrinas radicales. ¿Qué hay del Niño?

—¿El Niño, coronel?

—Gregorio Duarte, el Niño. ¿Qué hay de él?

—Disculpe la expresión, coronel, pero no veo qué vela tenga el Niño en este entierro.

—Todas, Suárez, todas. El Niño es el capo de esta isla, ya ni siquiera al Raffles respeta. Esos tres lo necesitan para lograr cualquier cosa, solos no son más que fósiles de Mascarones.

—Pues he revisado la evidencia y no está implicado, coronel.

—Por supuesto que no está implicado; es listo, nunca se implica en nada. Por eso costó tanto traerlo aquí en primer lugar. Quiero que lo arreste.

—¿Bajo qué cargo?

—Invente uno. Mándelo a Aserradero, que es lo más lejano posible, y póngalo a doble turno. Solo. Encárgueles a los cabos que no hable con nadie. Y al de ellos que hable con él lo fusila. ¿Entendido?

—Sí, mi coronel.

—Bien. ¿Cómo se llama el amante del Niño?

—Coronel, la perversión en la isla

—Está prohibida, lo sé. Y penada. “Son susceptibles de cambio de campamento donde el trabajo sea mayor o más crudo”. Pero si darse por el culo es lo único que evita que estos hombres se maten entre sí, que se lo floreen. Usted puede seguir con los ojos cerrados, teniente. ¿Me va ahora a decir cómo se llama el amante del Niño? Ese hombretón que no se le separa, como si fuera un perrito faldero desproporcionado.

—Teófilo Castilla, coronel, los internos le llaman el Hombre.

—Pues también lo quiero arrestado. Pero por su lado, vamos a quebrarlo. Ése va a cantar. Sin interrogatorios… ¿Sabe qué? Le voy a dar gusto, teniente. Arreste a esos dos por degenerados, al Niño lo manda donde ya le dije y al otro lo manda al Hospital, a que lo “curen”. El Dr. Tello se encargará de sacarle la sopa. ¿Recuerda lo primero que hice al llegar aquí?

—Desarmar a los internos, coronel.

—El pendejo de Margarito Ramírez los dejaba andar empistolados como gallos en palenque. Cuando le pregunté para defenderse de qué, ¿sabe qué me contestó? De ellos mismos.

—El Exdirector tenía una lógica curiosa, coronel.

—No hable de él con tanto respeto, Suárez, no sea tibio. Su problema es que confunde jerarquía con autoridad.

—Sí, mi coronel.

—Margarito Ramírez era un pendejo.

—Sí, mi coronel.

—Ahora dígame: ¿Dónde están esas pistolas, teniente?

—En el cuartel, descargadas y desarmadas. Guardamos el parque en la estación de radio, para asegurarnos de que no se utilicen.

—Hizo bien. Quiero que las reparta entre el personal civil.

—¡Coronel!

—Una a cada uno, con la cámara llena. Que den cuenta de ellas en las listas diarias. Necesitamos estar prevenidos para lo peor, teniente, y así les va a ser más difícil robarlas todas.

—Sí, mi coronel.

—Y acéitese, teniente. Puede retirarse.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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