Bramadero

Tres cabos traían al Cuchillo a rastras. Lo habían sacado a golpes de su celda. Desde que desapareció el Cantil atrancaba la puerta por la noche con su catre, para que no volviera, pero lo mismo entraron. Cruzaron el campamento con su cuerpo indefenso dejando una estela en el fango salitroso. Entraron un poco al monte. Vargas esperaba al pie del árbol.

—Tu error fue el arma del crimen, Cuchillo. Qué poca originalidad.

—Yo no fui, Vargas.

—¿Y luego meterlo en las eras? Eso estuvo mejor, lo tengo que admitir. Todo un espectáculo. Ni a mí se me habría ocurrido algo así —sonrió malicioso—. Bueno, quizás a mí sí.

—Que no fui yo, Vargas.

El capataz no contestó. Observó cómo los cabos pasaban las sogas por las ramas nudosas del guayacán. Ataron unos extremos al tronco, para tener espacio para jalar. Los otros fueron a las muñecas del prisionero. Sus tobillos quedaron amarrados a las raíces. Estiraron las cuerdas. El Cuchillo quedó suspendido por completo.

—Pero lo que no dejó duda fueron todos esos testigos. —siguió Vargas—. Mira que hacerlo en pleno rancho...

—Tú y yo sabemos quién fue, Vargas.

—Tú y yo sabemos que fuiste tú. Sólo me lo tienes que decir.

Con una seña de las cejas los cabos comenzaron a jalar. El Cuchillo empezó a agitarse, pero los cabos soltaron las sogas y lo dejaron irse de bruces contra el suelo. Luego lo alzaron de nuevo. Estaba inconsciente. Vargas aprestó el fuete. Lo despertó con un chasquido en la mejilla.

—Ay, Cuchillito, ¿por qué crees que a este lugar le dicen el Bramadero? Claro que vas a confesar.

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