Calles

Emilia recorrió Morelos con la media luz de la madrugada, de regreso al galerón de las monjas. El olor a sal lo impregnaba todo, espesando el aire límpido de las cuatro y trusco. La sal asesina de las eras expandía su miasma por el campamento, rompiendo el descanso de los condenados, que se removían en sus hamacas entre el escozor inrascable y el sudor cristalizado. Despertaban con movimientos bruscos, sacudiéndose desesperados las fibras de ixtle que los abrasaban como trampa de arácnido. Las celdas de las barracas eran burbujas hediondas en las que se repetía sin reparos la misma pesadilla. El horror de la noche agonizando permeaba las calles y se colaba bajo las tejas, se escurría por las cuerdas y se colaba en los ronquidos, que explotaban a borbotones.

Emilia se movía con trabajos por la atmósfera espesa, bregando más que caminar. Pero no se atrevía a agarrarse de las paredes para impulsarse con las manos, porque temía contagiarse del sopor ajeno y quedar atrapada en una pesadilla que no fuera suya. La luna la iluminaba deforme entre la queratina del aire. Pensaba. La discusión de las horas anteriores le taladraba las sienes. No era el motín el problema. En realidad, la idea de una revancha violenta la emocionaba. La explosión del jolgorio contra la represión institucional. Porque, a fin de cuentas, cualquier fiesta patronal exitosa debe tener por lo menos un muerto. Nunca había sido partidaria del pacifismo; lo creía un engaño. Veía con asco a los corderitos sumisos ante el monopolio de la violencia del estado. Ejercer violencia era ejercer poder en su forma más inmediata. Era necesario para adquirir existencia política. No, no era el motín el problema. Lo que la tenía encabronada era incluir al Niño, que claramente albergaba segundas intenciones. Encima de eso, la terquedad con que Moisés se lo había impuesto. Pero sobre todo la aquiescencia resignada del imbécil de Andrade, a quien se le caían los huevos a la menor provocación. Ese afán de no tener problemas que la desquiciaba. Y sin embargo…

Venía tan adentro en sus cavilaciones, cortando a machetazo recuerdos y argumentos, que no lo vio hasta pasarlo de largo.

—Te dije que no salieras tan tarde, niña. ¿Qué no ves que hay mucho loco suelto?

A Emilia se le heló la sangre sólo el tiempo suficiente para que su cólera quebrara la escarcha. Vio al Niño recortado por la penumbra, con su camiseta desvaída y su bigotito acentuado entre las sombras. Lo odió.

—¿Qué locos? Yo nomás veo un pendejo que se cree culero —le escupió en plena cara.

El Niño se limpió con el dorso el insulto y se lo acabó de secar con su respuesta.

—Ay, niña, si fueras más lista hasta aprenderías a disfrutar cuando te coja.

Avanzó con el paso seguro del cazador experimentado, paladeando hasta el hundir de su charol en el lodazal de la salmuera, pero Emilia no retrocedió. Lo esperó con la mirada fija en sus pupilas, temblando de rabia. Él confundió su decisión con pánico, rompió el pincel de su bigote en una sonrisa y estiró el cuello para saborear su olor a miedo. Emilia no se inmutó. Cuando tuvo su aliento indigesto al alcance de una mordida, le clavó la rodilla en los testículos.

El Niño cayó.

Entonces Emilia aprovechó para desquitar sus frustraciones en sus costillas, en su cara, en los brazos con los que se cubría. Lo siguió pateando por puro cansancio, y habría continuado de no ser porque una manaza se le clavó en el cuero cabelludo y algo como piedra de río se le impactó en la boca del estómago, y de pronto era ella la que estaba en el suelo, defendiéndose a duras penas de las patadas que le llovían mientas se colgaba de la garra que la asía para que no le arrancara el mechón que ya se le estaba aflojando. No gritó. Transfirió su cólera a los espasmos caóticos de sus piernas, que más nunca que siempre lograban tocar otra cosa que el aire. A la cuarta colisión que sintió en la punta de los dedos quedó con la cabeza milagrosamente suspendida por la noche salobre; pero recuperó rápido el tiempo perdido, y en medio giro de consciencia ya sentía la geometría del suelo y algo que quería ser bota crujir contra su pómulo.

De pronto estaba sola. Había algo como espera a su alrededor, se la podía apretar con las manos. Entonces recordó que había más ruido que el de su furia y escuchó una voz apelmazada que llegaba desde el mundo.

—Ahora váyanse, cabrones; esta pinche vieja me debe algo.

Era el Niño. Se había levantado con la carne palpitándole y había observado a los cabos ensañarse con Emilia mientras se arreglaba el pelo y se restregaba la cara, hasta que se dio cuenta de que no se podía arrancar la vergüenza. Entonces los detuvo. Esperó tranquilamente a que se perdieran en la madrugada salobre con los ojos fijos en el amasijo que había sido Emilia.

Se le acercó silbando con la mano en el bolsillo. Estaba hecha ovillo y todavía sin querer hacer el recuento de los daños. Se acuclilló junto a ella. La volteó de espaldas con la izquierda y le plantó con la otra la navaja de barbero en plena tráquea. Le clavó ambas piernas al suelo con las rodillas y le habló con un silbido.

—Ahora sí, pendeja, intentas algo y te hundo esta lindura en la garganta.

Emilia lo mandó al carajo con los ojos, pero de su labio hinchado se escapó sólo un respiro de perro viejo.

—Qué, ¿está muy apretada? —sonrió el Niño—. Así me gustas, pendejita: calladita y con las patas abiertas.

Le soltó el hombro para quitarle el mechón de la cara, quería verla completa en su sometimiento. Emilia aprovechó para atraparle los huevos entre los dedos, pero sintió los cincuenta kilos del Niño dejándosele caer sobre la frente en forma de codo. Se le apagó el mundo.

Despertó con el eco de una bofetada. Sintió la sal del suelo mordiéndole las nalgas, y la llamada de emergencia de todos sus nervios castigados por el bajón de la adrenalina. Ya sentía los riñones desinflados, los bultos en la cara, las costillas rotas. Entre el escozor de las pestañas vio al Niño sosteniéndose la verga con mano voluptuosa.

—Buenos días, mi amor —le dijo con sorna—. No quería empezar sin ti.

Antes de que sus piernas reaccionaran tenía el pene venoso del Niño inserto entre los labios. Reprimió un quejido. Veía la mueca maniaca de su atacante en el paroxismo de la violencia. Quería arrancársela, escupirle, arañarle los ojos hasta escarbarle más pupilas. No podía. Su cuerpo entero se había hundido en el dolor del abuso de los cabos. Estiró el cuello para perderse el espectáculo de su derrota, y encontró los ojos de Sor Jacoba viéndolos tranquila desde la ventana del galerón de las monjas, a escasos diez metros del crimen.

El Niño admiraba su obra en el vaivén de su falo. Los rasgos infantiles de Emilia, deformados por la gentileza de las botas; su pelo enmarañado confundido con el suelo; sus brazos torcidos en la defensa inútil. Sintió la excitación crecer en el ejercicio de su poder. Quiso más. Clavó sus uñas en los muslos raquíticos y lanzó puñetazos contra los huesecillos que enmarcaban el pubis. Pero cometió el error terrible de arrancarle la camiseta de manta, de por sí casi convertida en jirones. Las teticas de perra de Emilia sobresalieron acusadoras, resaltadas por el claroscuro de la madrugada, y el Niño sintió que su ímpetu cedía. Penetró frenéticamente en busca del orgasmo que se le escurría. Jadeó desesperado. Su pene flácido se negó a responderle. Lo sacó, un guiñapo soso y tímido.

Se paró. Escondió rápido su derrota en los pantalones y gritó con toda la hombría que fue capaz de hacer acopio.

—Pinche vieja. Ni para eso eres buena.

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