Comedor

Durante el rancho la fila se salía del comedor. Y eso que no comían todos al mismo tiempo. Los 400 colonos de Morelos se dividían en grupos de 40 y comenzaban su peregrinación a las cinco de la mañana. Mientras unos terminaban, entraban los siguientes, de tal manera que la comida de los primeros se traslapaba con el desayuno de los últimos. La cocina era un constante trajín de trastes. No había un momento del día en que los largos tablones que fungían de mesas quedaran desocupados. Y sin embargo, la hora del rancho era siempre la peor. De alguna manera todos se las arreglaban para llegar al mismo tiempo. Aun después de meses en las islas, se negaban a plegarse al horario establecido, tan antinatural.

–Creo que sí le voy a seguir el consejo –soltó de pronto el Cantil, continuando algo que venía rumiando solo.

–¿A quién? –preguntó el Cuchillo, desconcertado.

–A Papilló.

–Viste a Papilló.

–Así dijo se llamaba.

–¿Es uno que habla raro y trae una mariposa el pecho?

–Ese mismo. Pero si tú nos viste hablando en las eras.

–No, Cantil, a ése no hay que hacerle caso.

–¿Por qué no? Nomás él se lo toma en serio.

–Viene de otro lado. Con los que habla se pierden. No los vemos nunca.

El Cantil iba a contestar que eso era signo de fuga efectiva, pero en ese momento entró el Niño con el paso firme de quien se sabe dueño del espacio. Recorrió la fila con su plato en la mano, sin siquiera mirar a quienes estaban formados. En cuanto llegó al frente le plantó su plato a Sor Escolástica, cortando de tajo el gesto con el que le servía al Cuchillo. Éste no se inmutó, no sería la primera vez; pero de atrás en la fila se dejó oír una queja:

–¡Ey, Niño, a esta cola no te metas!

Y otra la secundó, socarrona:

–¡Si no es del Hombre!

La carcajada no acabó de gestarse. Antes de que sonaran las risas ya tenía el primero la loza del plato estrellada en la cara. Al siguiente instante estaba el Niño con la navaja barbera presionada contra la garganta aterrada del segundo.

–No te oí bien, carnalito –le dijo–. Me cae que traes algo atorado en el cogote.

Su mano se movió imperceptible en horizontal. Luego se guardó la navaja, limpísima, en el bolsillo. La línea surgió después. Una pincelada fina que se engrosó incontenible, y el bromista se llevó las manos a la tráquea para darse cuenta de que se le escurría la vida carmesí entre los dedos, y percatarse en el último momento de que gritaba gutural y terrible por esa nueva boca que no terminaría de cerrar nunca.

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