Políticos

La lámpara de querosén iluminaba tenuemente las paredes del jacal. La luz atravesaba las hamacas y se proyectaba en cuadrícula contra el entablado. Las sombras bailaban, le daban al conjunto el aspecto de un caleidoscopio. Un caleidoscopio de nimia calidad.

—Estoy seguro de que nos instalaron estas mierdas para que no pudiéramos leer a gusto —farfulló Moisés enredado en el tejido.

Movía la hoja hacia un lado y otro, intentando esquivar las sombras que el ixtle le dibujaba encima. El movimiento hacía que se meciera, y eso provocaba que las sombras siguieran a la hoja a cualquier parte. Levantó los pies exasperado y se giró para levantarse. La maniobra casi le cuesta el equilibrio. Se paró, se sacudió los cordones que aún le colgaban de los hombros y extendió la hoja por enésima vez. Comenzó a leerla mientras daba vueltas de tres pasos por el cuarto.

—Uy, no, compañero, si quieres un reto deberías intentar escribir —le contestó Andrade, cómodamente instalado en la suya.

—Escribir es tu trabajo, ya quedamos en eso. Pero sigo teniendo derecho de veto.

Agitó el papel en sus manos para dar énfasis a sus palabras. Dio un par de pasos más, frunció el ceño, se sentó en su hamaca y estiró el papel contra la lámpara. Parecía un heraldo leyendo un pergamino.

—Ahora déjame concentrarme —sentenció.

Andrade apretó la comisura de los labios y se meció suavemente. Luego se sentó. Se acarició la barba rala y se volvió a acostar. Se llevó las manos tras la nuca y estiró las piernas. Intentó cruzarlas, en vano. Las volvió a estirar y se estremeció con un inicio de bostezo. Volteó a ver a Moisés, que seguía descifrando el manuscrito en pose faraónica. Se sentó, sacó un cigarro de su bolsillo y se inclinó sobre la lámpara de querosén para encenderlo.

—¡Qué haces! —lo regañó Moisés arrebatándole el cigarro—. No seas salvaje, así se pierde todo el sabor. ¿De dónde sacaste esto? Aquí matan por un cigarro.

Andrade se hizo el loco, renuente a revelar su pequeño tesoro enterrado en una esquina.

—¡Además es un Gaulois! —exclamó Moisés examinando al confiscado—. Con razón te las das de poeta maldito, fumando tabaco franchute. Ese humo burgués te ha de haber empañado la Revolución, porque esto es impublicable.

Le extendió la hoja como si fuera evidente desde su posición el pasaje antirrevolucionario. Ante la nula reacción del acusado, se lo leyó en voz alta.

—"Hay banderas que ondulan como tus cabellos. Hay pasos que se sienten como dedos. Un efluvio de puños corta en seco la opresión. Se siente en el aire, vibra la voz del pueblo. Hay marchas que se resumen en tus ojos". Explícame esas chingaderas, compañero —sentenció.

En ese momento abrió la puerta Emilia.

—Buenas —saludó.

—Llegas tarde —acusó Moisés.

—Esas cabronas no me dejaban irme hasta que terminara el rosario. Ya les dije por dónde se podían meter sus avesmarías. Ojalá que me hayan hecho caso, pinches frígidas.

—No importa. Le estaba diciendo a Andrade que nos escribió una porquería. Anda confundiendo las proclamas con versos románticos.

—Óyeme, no, compañero, eso está en perfecta prosa. Y mira que me costó trabajo porque a mí la prosa como que no me quiere.

—¿Me vas a decir que eso no habla de una muchacha? —lo retó.

—Las muchachas son ineludibles, compañero. Pero eso de lo que habla es de una marcha.

—Mamadas. Tú siempre has tenido fama de ir a las marchas a socializar.

—Mira, compañero, a mí eso de socializar se me hace muy triste porque significa que somos siempre los mismos. Qué más quisiera yo que estar en una marcha rodeado de desconocidos, pero no, acaba uno viendo a los de siempre. Y pues hay que saludar.

—Mejor léelo tú, Emilia —se desesperó Moisés—, dime si no es basura diletante. De todos los que podían haber mandado hasta acá, tenía que tocarme el menchevique.

Andrade iba a contraargumentar, pero Emilia le clavó los labios con los ojos. Se sentó junto a la lámpara y comenzó a leer. Ninguno de los dos se atrevió a interrumpirla. Moisés pareció repentinamente consciente del Gaulois que tenía entre los dedos. Lo veía con codicia cuando Andrade se lo arrancó de las uñas. Lo encendió, desafiante, sobre la flama de querosén. Moisés lo mandó a la mierda acariciándose el bigote soviético. Mientras el otro se recostaba para deshacer su cigarro en volutas ociosas, se dedicó a observar a Emilia concentrándose en el manuscrito. Su voz lo arrancó del ánimo contemplativo.

—Deja tú lo cursilona, esta madre dice mentiras.

—¿Cómo mentiras? —ahora sí Andrade se sentó de golpe, derechito a pesar de la oscilación de la hamaca.

—Pos así como lo oyes, mijo. Ni madres que fue así.

—Pero, Emilia —intercedió Moisés por la conciliación—. Si tú estuviste en esa marcha.

—Estuve, por eso denuncio que esto es pura mamada.

—Mira, compañera —dijo Andrade enrojeciendo y comenzando a temblar, al borde de transformarse en diapasón—, a mí me han acusado de muchas cosas, pero de deshonestidad, ¡nunca!

—Entonces explícame cómo yo y mis compañeras estuvimos ahí, rifándonos el físico como cualquiera y tú andas diciendo que eran puro tornillo —retó Emilia.

—¡Pero dónde puse yo eso!

—Chingá, te lo leo, si quieres: "Río de caras. Voz que clama libertad. Los compañeros unidos por la Revolución".

—¿Y eso qué tiene? —preguntó Moisés, francamente intrigado.

Andrade puso cara de gran experiencia en el asunto, comprendiendo de pronto. Adoptó un ademán catedrático y soltó, dedo en alto:

—Compañera, lo que vas a pedir son mamadas.

—Mamadas las tuyas de andar ignorando a la parte más chingona del contingente —retrocó Emilia.

Moisés volteaba del uno al otro como no queriendo ser excluido de un debate trascendental.

—Lo que pasa es que la compañera confunde el sexo con el género —explicó Andrade con la más alta ínfula académica—. Así es nuestro idioma, Emilia, no hay exclusión.

—Pues así también es nuestro pinche modelo económico, capitalista y culero, y no por eso lo vamos a dejar igual —lo desarmó Emilia—. La neta no veo por qué tendría que sentirme incluida en: “los compañeros unidos” si ustedes se ofenderían si al describirnos dijeran: “las tres Rojas”.

—Ya veo —suspiró Moisés en iluminación lingüística—. Dame esa hoja… ¿Qué te parece: “las compañeras y los compañeros unidos”? Así hasta están ustedes enfrente. Las damas primero.

—Esa solución es tan pendeja que seguro se le va a ocurrir a algún presidente —zanjó Andrade.

—Lo hacemos así —propuso Emilia—: “les compañeres unides”. Si tenemos cinco vocales, nomás es cuestión de elegir una que no sea ni a ni o.

—Suena de la chingada —se quejó Andrade.

—No es cuestión de estética, cabrón, sino de justicia.

—A ver, a ver —intercedió Moisés acariciándose el bigote salomónicamente—. Hablas como si te debieran algo.

—Claro, si nos deben a todas ese reconocimiento.

—¡Esta vieja! —se sonrió Moisés—. Al rato te voy a ver con las damas de la Condesa, pidiendo el voto. Bola de burguesas que cuando se aburren de sus chachas y sus novelas francesas salen a gritar ordenadamente exigiendo más privilegios.

—No seas pendejo, cómo voy a querer el voto si de entrada el sistema está viciado. Desde Huerta puros presidentes generales, ya vimos cómo es su democracia.

—¡Exacto, compañera! ¡La verdadera proletaria, la revolucionaria en el tuétano, no tiene esas preocupaciones! —sentenció Moisés con su catequesis bien estudiada.

—¡Pero no estamos hablando del voto! —aclaró Emilia—. Las sufragistas están obsesionadas con pertenecer al Estado de derecho. Pero las proletarias no lo hacen.

—¡Porque es una lucha burguesa! —soltó triunfal Moisés con los brazos al aire.

—¡Déjame acabar, carajo! Las proletarias no lo hacen porque están sometidas como mulas al yugo del patriarcado. Y a ése le sumas el del capitalismo (¡me pregunto si no serán el mismo!) y no tienen pa’ dónde hacerse.

—“El yugo del patriarcado”... —repitió Moisés, auténticamente entretenido.

—Piénsalo: son obreras, salen de su jornada de 18 horas y todavía tienen que quitarle las botas al marido, hacerle mimos y preparar la cena y meter a los niños al catre y dejarse malcoger y levantarse dos horas antes que todos para hacer el desayuno y el almuerzo y arreglarse aunque sea un poco, porque no vaya a ser que les pierdan el gusto y se larguen con una niña para encajarle otros ocho hijos y las dejen a ellas con el mismo trabajo y peor de pinches malnutridas. No, Moisés, no me vengas con mamadas: las sufragistas se preocupan por el voto porque tienen una legión de sirvientas que les hacen el trabajo de una obrera solita. Burguesas al fin, quieren perpetuar el sistema, con ellas arriba. ¡Han secuestrado la lucha!

—¡La lucha! Hablas como si los hombres fuéramos burgueses.

—¡Y es que es la misma lucha! —se desesperó Emilia—. El comunismo en su raíz busca el fin de toda opresión. No hay Revolución si no es femenina.

—La Revolución no sabe de clases ni de géneros, compañera —la sermoneó de nuevo Moisés.

—Mira, te la pongo fácil —terminó—. ¿Sabes por qué soy la única mujer aquí? ¿Sabes por qué era la única en Lecumberri? Porque vivo sola. A todas las demás las devolvieron con sus padres o sus esposos o sus hermanos, y ésa fue su cárcel.

Moisés se giró hacia Andrade en busca de refuerzos. Él se encogió de hombros y dijo resignadamente:

—Miren, compañeros. Yo digo que deberíamos hacer como los insignes bolcheviques: primero nos deshacemos de los burgueses y ya después nos matamos entre nosotros.

Moisés iba a contestar que así no llegarían a ningún lado, que o estaban juntos desde un inicio o no estaban en lo absoluto, pero una silueta en la puerta lo detuvo de tajo. Dio un paso al frente. Era el Niño, su bigotito de lápiz perfectamente insolente bajo la luz del querosén.

—Disculpen, carnalitos, no pude evitar escucharlos a través de estas tablas tan gruesotas de las celdas.

Los Rojos se miraron nerviosamente, maldiciendo su indiscreción. ¿Cuánto habría escuchado? Moisés se levantó, queriendo demostrar que no iban a dejarse intimidar. A pesar de estar mermado por el trabajo asesino de las eras, sabía que cualquiera le sacaba una cabeza al Niño.

—¿Y tú qué buscas aquí? —le escupió por encima.

—Tranquilo, macho —sonrió aceitosamente el hombrecillo—. Vengo a hacerles un pinche favor.

—No necesitamos favores de chulos —ladró Emilia.

—Lo que no necesitan, niña —aclaró suavemente el Niño—, son más enemigos.

Se ladeó justo lo suficiente para que notaran los cigarros encendidos de los cabos, dos puntitos incandescentes que semejaban ojos clavados en la puerta del jacal. Estaban parados del otro lado del camino, entre las chozas, atrás de la caseta de los inválidos, a la distancia justa para marcar la vigilancia particular sin descuidar sus puestos. Un carraspeo oportuno desde algún punto tras la pared de la derecha les advirtió que el Hombre también estaba al tanto de lo que sucedía. Emilia, que reaccionaba mal a las amenazas y al chantaje, apretó los labios de indignación. Andrade le puso una mano en el hombro y la sostuvo sin fuerza, al tiempo que le decía con los ojos que por esta vez tendrían que confiar en la diplomacia de Moisés.

—¿Y qué nos pides a cambio? —preguntó el designado.

—Su amistad. Y su pinche confianza.

—Bienes demasiado etéreos, para un… empresario —insertó Moisés cuidadosamente.

—En este pinche negocio es todo lo que vale, carnalito; lo demás viene solito. Si tiramos pa’l mismo lado, nuestra amistad podría convertirse en un puto romance.

El Niño hablaba con una impecable sonrisa de vendedor que casi hacía que se olvidaran de la amenaza velada tras cada una de sus palabras. Casi. Sólo el brillo peculiar de su iris bajo el querosén, esa lejanía que lo separaba del resto de sus gestos, les recordaba que trataban con alguien desprovisto de empatía. Moisés decidió llevar la negociación con la cautela y la ambigüedad propias de quien teme arriesgar demasiado.

—En ese caso, podríamos llegar a algún acuerdo.

—Me alegra que puedan ver las cosas desde mi perspectiva —sacó un churro perfectamente forjado y lo encendió con un cerillo—, estoy encantado. ¿Gustan? Suaviza todas las chingaderitas que nos salgan al paso.

Los tres negaron con la cabeza. Andrade mostró su Gaulois como excusa. Emilia se ahogó las ganas en orgullo. Moisés murmuró que prefería conversar con la mente despejada.

—Como gusten —sonrió el Niño entre chupadas—. Lo primero que tienen que saber es que no me interesa la política. Lo que sí me interesa, y a madres, es mi negocio. Quien meta su puta jeta en mis asuntos está tocando una fibra muy sensible.

—Si lo que estás buscando es una promesa de campaña…

—No, carnalito, no, ni de pendejo. A mí no me dan atole con el dedo. Además, la prohibición me cayó de güevos. Los precios se disparan, la competencia se elimina a plomazos… todo se vuelve más redituable y entretenido. Gano más varo de lo que uso para engrasar a los politiquillos y a sus pendejetes. La puta piedra en mi zapato son los que no quieren cooperar.

—Suárez…

—Suárez ha estado aquí desde la pinche Creación, y sólo muerde cuando le sueltan la correa. No es el arma la que te chinga, sino el cabrón que jala el gatillo.

—Entonces…

—Entonces necesitamos un nuevo director, que éste se las da de santo. Por mí, que ya se vaya al cielo.

—No somos asesinos a sueldo, Niño —advirtió Moisés inflando el pecho.

—Ni madres que lo son —sentenció el capo—. Ustedes están organizando una fiesta, y yo quiero bailar en el mitote.

Moisés volteó a ver a sus compañeros. A Andrade se le notaba la indecisión, pero Emilia rebosaba de odio. Se giró de nuevo y se encontró al Niño dando el golpe tranquilamente, detrás de él todavía tintineaban las colillas de los dos cabos. Comprendió que no le estaba ofreciendo alternativas.

—Está bien —concedió—, pero nosotros ponemos las reglas y no pasa nada sin que nos enteremos.

—Estás bien pendejo, carnalito. Si te quieres enterar de todo, es tu pedo, no el mío. Yo dije que venía a hacerles un pinche favor, no a lamerles los güevos. Si quieren armar la pachanga, necesitan un par de lecciones.

—Se te olvida, Niño, que nos mandaron acá por el motín de Lecumberri —le advirtió Moisés.

—No se me olvida ni madres. Esto no es Lecumberri y no estás entre tus amiguitos del partido. Aquí están solos y se tienen que ganar a la gente.

—¿Y tú nos vas a enseñar a hacerlo? —preguntó Moisés, sonriendo escéptico—. Tú sólo mueves putas y hierba.

—Yo conozco a la gente, carnalito. Todo lo que se mueve, lo mueve alguien. Y yo convenzo a ese cabrón de que lo empuje. Ustedes están en la pendeja. ¿Querían hacer panfletos? ¿Creen que pueden hacer propaganda? Esto no es la pinche Universidad para que anden leyendo sus papelitos. Casi nadie sabe leer aquí, y los culeros que sí sabemos no perdemos el tiempo con sus pendejadas.

—Y supongo que tú tienes una mejor idea —lo retó Moisés con la mano sobre el bigote soviético.

—A güevo, carnalito. ¿Cómo dicen? Al pueblo pan y circo. Yo les doy el pan —dijo con la mirada fija en la bacha que le quedaba—. Mejor trabajen, carnalitos. Métanle güevos. Y tú, niña, no salgas tan tarde, que hay mucho loco suelto.

Vieron al Niño perderse en la noche de Morelos. El par de ojos incandescentes se quedó todavía unos momentos, y se dispersó luego. Moisés se dio la vuelta y se dejó caer en la hamaca. Todos soltaron el aire que no habían notado que estaban conteniendo. Se quedaron así, con la mirada perdida en sus mentes hasta que el cigarro de Andrade le quemó los dedos y lo soltó con una leperada.

—Es cabrón, ese Niño —comentó chupándose la yema del índice.

—Nos va a ser útil —contestó Moisés—. Además, tiene razón: nos estábamos manejando como unos novatos.

—Nos dio una buena idea, eso sí —admitió Andrade.

—¿Estás pensando lo que yo?

—Una obra. Mañana mismo comienzo a escribir —aseguró Andrade.

—Pero sin mierda lírica —amenazó Moisés.

—No te preocupes, compañero —lo tranquilizó—, sí sé distinguir géneros.

Emilia se paró de pronto y se dirigió hacia la puerta. Se asomó hacia ambos lados antes de regresar y acuclillarse entre ambos.

—Yo sólo les digo una cosa —susurró—. No me gusta hacer tratos con ése.

Entonces se fue.

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