Barracas

–Notlamantzin, in tlaxoxotli nonacauh, nimitzpía noacolmahuan, nimitztapachquentía ihca nopayauh. Otaci, titlacatico in tlalticpac. Ma xitzaya, ma quicelía in ehecatl achtopa moihyouh, achtopa mocecuicauh. Tehuatl atoctic, tehuatl chicautoc, tlalpantli ihuan zoquitl, acamilpan. Ticiuhcac, ticoloaz achto titlaquetzomaz, achto mocual tinapaloaz. In coatl, in acoatl monahual. Ma mitzaxiltiaz, ma mitzyacanaz iyepan ihuan centlapa. Ximopanoltin, Atezcacoatzin.

La voz se abrió paso entre la niebla. No, no niebla, vapor. Y aroma. Vapor de temazcal. La voz lo acariciaba junto con las hierbas santas, abría los poros, calentaba y relajaba. Se sentía muy seguro ahí, seguro y cómodo, a pesar de no poder ver la cara que pertenecía a la voz. Se acurrucó contra ese pecho materno, pero no logró sentirlo. Perdió repentinamente todo sostén, el vapor a su alrededor se deshizo en volutas. Cayó.

Despertó con el sobresalto de quien olvida en sueños que su cuerpo está firmemente acostado. Lo recibieron el frío y la penumbra de la madrugada. Las palabras de su abuela hacían eco en sus oídos. Hacía años que no oía ese nombre, el nombre que había dejado de usar al abandonar el pueblo. Atezca… Potente trompetazo. El toque de diana. Desde niño tenía esa molesta habilidad de despertarse justo antes de lo debido. Siempre había recibido los levántates de su madre con los ojos abiertos. Era una habilidad útil, muy industrial, muy de jornalero responsable, pero por ella no había logrado nunca recordar un sueño entero. Si se rompe la concentración, se escurren en el subconsciente. Inútil tratar de reconstruirlos, quedan pervertidos, falsos. Sólo sobrevive un sentimiento, un olor indefinible, el principio de una memoria. Como ese nombre: Ate... Atecompantli, Atecuauhticontzin, Atecuentoalgo. Inútil.

Se sentó en el catre. El Cuchillo se estaba desamodorrando. Sin decir palabra se vistió y arregló las sábanas. Cuando estaba terminando de acolchar la muda que usaba por almohada oyó su voz todavía alagañada.

–Soñé que me huía.

–¿Con el circo?

–Aquí no hay circo, no estés chingando. Esto es serio.

–De aquí no se huye nadie.

–Yo sí, te digo.

–Pinche Cuchillo, si eres bien tibio, no entiendo cómo hiciste para rebanar a tu asistente.

–Fue nuestra mejor función.

El Cantil se rió con ganas. Salieron de la celda, caminaron hacia las escaleras. Ya los otros se formaban en el patio. Había más detrás de ellos, pero no se atrevían a pasarlos. Era por respeto, y porque sabían que el Cuchillo no tardaba en soltar su fantaseo.

–Cuéntame, pues.

–Pos estoy en el rancho, ¿no? comiendo lo poco que nos dan cuando ya no aguanto más. Que me levanto y que me voy a la cocina, derechito a donde guardan los cuchillos. Agarro un puño y que me salgo. Los jotos se arrodillan y me piden que no les haga nada, pero a mí no me importa, yo sólo me quiero salir. Así que les acomodo una patada a los que me quedan cercas y me sigo recto. Al salir unos cabos intentan pararme, pero los dejo bien fríos. Nomás estiro la mano y ya tienen el filo en la garganta. Y así me voy por toda la carretera. Voy bien encarrerado, y por poco me paso de Balleto. Cabo que veo, le planto un fierro. También me escabecho a un par de inválidos. Así me la llevo, lance que lance y no se me acaban. Ni el mismísimo director me puede. Llego al muelle y ahí está el Tres Marías. Y que me le trepo. Y que el capitán me ve tan armado y tan chile que mejor se arranca y me lleva a San Blas. Así soñé anoche. Y me cae que un día lo hago. Me cae que un día ya no me aguanto y me vale madres.

Pero en la lista, tranquilo. Así era el Cuchillo. Soñaba mucho, hablaba mucho, pero a la hora de la hora, nada. Los cabos les gritaron encima, escogieron a un par para azotarlos, por el puro gusto del escarmiento del resto. Y el Cuchillo, nada. Pero en cuanto quebraron filas se volvió al Cantil.

–¿Por qué tú nunca cuentas lo que sueñas?

–Yo no sueño nada.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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