Barracas

Ojos. Ojos que se alejan. Ahora boca, nariz, orejas, rostro. Hombros arrugados. Tetas caídas. Ceiba. Hojas que crecen. Llueve. Ella bajo la ceiba. Cordón umbilical entre las manos. Cordón sangrante. Llueve. Cordón que se entierra. Llueve. Serpiente que brota. Llueve. Serpiente que nada. Labios.

—Otinechquetzomac, otinechmiquic, Atezcacoatzin.

Despertó de golpe.

—¡Atezcacoatzin!

Lo recordaba de pronto. Ése había sido su nombre: Culebra lacustre. Su nombre antes de la ciudad, de la botica y los frascos. ¿Por qué lo soñaba ahora? La vieja lo estaba acechando. Llevaba así todo ese tiempo. Cada amanecer repentino se lo debía a ella. Como si no le hubiera cobrado suficiente. En el testamento; la muy hija de puta había esperado hasta entonces para inculparlo. A veces le daba por preguntarse si se había dado cuenta a tiempo de las gotas en la comida y la había seguido engulliendo nomás por seguirle el juego. Nomás por demostrarle que ella estaba ganando, que morir no era la peor suerte. Pero aun muerta no entendía que ya no era Atezcacoatzin, ya no era ese tipo de serpiente. Cantil, le decían; por venenoso. Le quedaba.

Estaba tan concentrado que el tronido del corneta no le quebró el recuerdo.

—Ora sí soñaste algo, te oí —reclamó el Cuchillo.

—Mi pinche abuela.

—¿La que te chingaste?

—La misma.

—No es bueno soñar muertos. Sobre todo ésos.

—Me quería decir algo.

—¿Qué?

—Yo que sé, nunca entendí esa lengua de jodidos. Fui el único, y así me sirvió. Por eso pude entrar de dependiente. ¿Qué me ves?

—Eres un ladino, Cantil.

—Y tú muy pinche güero.

—Yo sólo digo. Por algo te siguen.

—Sólo ella.

Pero podían ser más, lo sabía. En cualquier momento aparecerse su padre, los ocho hermanos, su cuñada, su sobrino nonato, toda la tribu en busca de venganza, su piel manchada por el arsénico, las úlceras expulsando el veneno. Pero no se arrepentía. Que se quedaran en su muerte, que se quedaran en su sierra, que no vinieran a impedirle el progreso, a invadirle la casa y avergonzarlo frente al patrón, a arreglarle matrimonios que le venían chicos, que se quedaran indios, patarrajadas de mierda. Él no era uno de ellos.

—Es cosa de diario, ¿verdá? —insistió el Cuchillo.

—Sí.

—No es bueno.

—Deja de decirme eso, Cuchillo. Como si no lo supiera.

—Tienes que acordarte completo, habrá algo que ayude.

—No hay caso —contestó con un ademán que incluía toda la isla—. Chingarme más no puede.

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