Políticos

—Soñé que nos remontábamos —se interrumpió el Hombre, recordando de improviso aunque no tuviera relación con lo que venía haciendo.

El Niño no contestó porque no le gustaban las interrupciones; esperaba que continuara si mostraba indiferencia o sordera. Pero el Hombre entendió lo que quiso y no siguió.

—Nos remontábamos juntos, y corríamos de los inválidos.

Ahí se dio cuenta del brillo de disgusto en el otro, se apresuró a dar un besito, se acomodó coquetamente, pegó su cuerpo arrodillado a las piernas sentadas del Niño. Pero cometió el error de voltearlo a ver como buscando aprobación, y el Niño le sorrajó un zape que casi lo tira de costado.

—En primer lugar, yo nunca me remontaría contigo, pendejo, ya te lo he dicho. No sé qué le ves al pinche monte si aquí estamos bien, aquí el chingón soy yo. Además, ni madres que me voy con un pendejo que no sabe hacer bien algo tan sencillo. ¿Quién te dijo que te detuvieras?

El Hombre se sumergió frenéticamente en su regazo, como queriendo recuperar el tiempo perdido. Al Niño no le agradó la sensación, pero sí la sumisión, que era lo importante. Se recargó atrás en la silla para disfrutar su victoria, y ya estaba cerrando los ojos de satisfacción cuando:

—En realidad fue una pesadilla.

—Lo que tú no entiendes es que tu pesadilla soy yo —le contestó hundiéndole las uñas en el pelo y atrayéndolo hacia sí hasta sentir su campanilla y sus labios en el pubis, y alejándolo y atrayéndolo, ignorando sus quejidos ahogados, sus intentos de tos, hasta que mucho después sintió que lo inundaba y lo lanzó lejos, se paró, se amarró el pantalón, sorteó su corpetón ciclópeo y salió de la barraca.

El Hombre se quedó ahí, tirado, con el sabor a sofocación y a semen en los labios, y las punzadas en los cabellos casi sueltos, y el maltrato en todo el cuerpo, y sintiendo crecerle por oleadas un amor inmenso, fétido, asfixiante.

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Salúdame, pídeme cosas que no te voy a cumplir. Lo que sea.

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