Distrito Federal

La corrida de aquella tarde fue de una maestría devastadora. Por eso el Tupinamba estaba a rebosar y a los villamelones que se acercaban como pidiendo su limosna de fiesta los mandaban a la Faena y al Campoamor. En el Tupinamba sólo cabían los parroquianos de cepa, casi todos militares, y senadores o ministros por añadidura. En la mesa de Enrique, el Chucho Solórzano presidía la charla con sus lamentos nostálgicos. El idiota de Nava González le daba palmaditas en el hombro. Enrique y Ávila Camacho se tiraban miradas de tedio mal disimuladas, ansiando pasar a la planeación del polo al día siguiente en Campo Marte.

—Me hubieran visto si no me hubiera retirado —repetía el Chucho Solórzano—. ¡Me hubieran dado oreja, rabo y hasta pata!

—Ya, Chuchito —lo calló Ávila Camacho—, tú bien sabes que nunca fuiste un Silverio Pérez ni un Manolete ni un Procuna. ¡Mucho menos un Soldado! Deja de joder con tus berrinches.

El Chucho Solórzano hizo ademán de ofendido, pero notó pronto que nadie le iba a seguir el capote.

—Los oles de hoy van a retumbar por la historia —concluyó cursimente.

—Qué faena bella —recomenzó Nava González—. Lo que aprecio en los toros es que son bestias nobles.

—No como los hombres —sentenció Ávila Camacho—, que luchar con ellos siempre es un revoltijo. No se puede desarrollar así un verdadero arte.

—Eso depende del estratega —quiso jactarse Enrique—. Cuando yo tomé Guadalajara

—Guadalajara estaba vacía, Enrique —lo aplastó Ávila Camacho—. Su victoria no fue más que una falla en las comunicaciones de Cárdenas. Un ambulante tomando la ciudad. ¿Dónde se ha visto?

—Porque no se había visto fue que funcionó tan bien, una estrategia genial.

—Ilusiones suyas. La batalla de Celaya fue un milagro de desinformación: Obregón, Cárdenas y Villa dándose vueltas como caballos de picar sin jinete, tan ciegos que temían que cualquier cosa fuera cornada. Villa habría podido tomar Guadalajara de haber querido.

—No quiso porque sabía que era mía.

—Puede que sí —concedió—. Pero fue porque no sabía que usted no contaba más que con la guardia del tren.

—Y por eso lo mandó Cárdenas a las Islas, ¿no, Enrique? — Nava González diciendo obviedades.

—Qué lástima que ya hubiera comandancia en Tepic —se burló Ávila Camacho.

—Pero bueno, de ahí a la comandancia de Coahuila —quiso arreglar Nava González.

—"Para que salgas de pobre" —citó Enrique.

—Y no sacó de ahí ni la alfalfa.

—Me gustan mucho los caballos, Manuel, qué quiere que le diga. Me daba un no sé qué ponerlos a pastar cuando teníamos presupuesto para alfalfa.

—Lo que les falta en el ejército son buenos caballos —opinó por fin el Chucho Solórzano, que llevaba todo el rato rebotando la mirada entre ellos sin lograr intervenir—. Nada como los rejoneadores.

—Los rejoneadores son idiotas, Chuchito —retrocó Ávila Camacho, inamovible—. Mira que correr hacia los cuernos tan plácidos… Los caballos de verdad son los de estima.

—Lo que me lleva a la práctica de mañana, caballeros —aprovechó Enrique—. ¿A qué hora en Campo Marte?

—A las mil trescientas, como de costumbre.

—Perfecto. Yo me retiro. Aquí está lo mío.

Dejó un billete sobre la mesa y se levantó. Estaba calzándose el sombrero para salir a la calle cuando lo alcanzó Nava González.

—Yo lo acompaño, Enrique. ¿Va al sur?

—Sí —contestó, y comenzó a caminar hacia el norte.

No había dado diez pasos cuando un presentimiento lo asaltó de golpe. Venía de la peluquería de enfrente. No podía ver el interior, porque la calle estaba concurrida a esas horas, y al ventanal lo opacaba la corriente de cabelleras y sombreros. El presentimiento persistía, un tirón que lo arrastró al otro lado de la calle, le torció la mano alrededor de la perilla y azotó la puerta en estruendo de cristales. Adentro te ve, barriendo la capilaridad desparramada por el falso marmolado, inconfundible con tu anemia acumulada y tu cara de novillo. Lo comprende todo. Tu primo también, porque se queda pasmado con las tijeras entreabiertas, el difuminado de don Pepe amenazando con perder la simetría. Tú te aferras a la escoba como si fuera el remo que no tuviste en esa lancha maldita.

—Buenas tardes —ordena.

Tu primo reacciona y se le acerca con su mejor sonrisa espantaclientes.

—Si quiere puede esperar —le dice con un ademán que incluye tanto los asientos cubiertos de periódicos como la puerta que todavía está a punto de desmoronarse.

—No hay necesidad. Sólo quiero que me arregle la barba.

Lo dice señalándote, con los zapatos bien plantados en un firmes, la vestimenta de civil fracasando el disimulo.

—Almeo apenas es aprendiz, no quisiera que

—Tonterías. Cualquier hombre que lo sea sabe manejar una navaja. Lo quiero a él.

No espera respuesta, ha dictado una ley y sólo admite que la acaten. Se sienta en uno de los sillones de cuero, se quita el sombrero, lo cuelga en la percha que tenía a mano como por conjuro y hace un chasquido molesto con la lengua que los saca del trance a tu primo y a ti. Sueltas la escoba y casi corres al cajón para sacar la navaja. Tu primo vuelve al tijereteo acompasado, no sin una que otra mirada de soslayo. Con la navaja en mano te diriges hacia el trono pontificio del ahora general, la abres con torpeza y la restriegas contra la tira de cuero que cuelga del descansabrazos. La fricción y su sonido te relajan. Pruebas el asentado contra los vellos de tu antebrazo y vas a subir el filo para empezar la faena cuando te percatas de que el general te mira penetrante. Se quedan ahí, viéndose por encima de la hoja delgadísima.

—Bueno, qué espera —rompe.

—Recuéstese, por favor —le pides falsamente.

Le cubres la boca con una toalla caliente, lo que te alivia porque es tenerlo un poco indefenso, un poco amordazado. Tomas brocha y taza y te dedicas a levantar la espuma. Es obvio que te reconoció, pero no entiendes entonces para qué el numerito, para qué tanta comedia. Le quitas la toalla y comienzas a espumarlo, qué extraño tener ese rostro duro entre las manos. Mientras lo embrochas lo ves en un rictus estricto, los pómulos fuertes, la barbilla poderosa. Es el rostro que temiste desde que desembarcaron y te hizo llorar en el muelle, cuando te enseñó que en las islas no existía la misericordia. ¿Para qué la comedia?, piensas de nuevo con la navaja entre los dedos, asentándola otra vez y por puro hábito contra tu palma. Un rostro así no necesita esas tretas, un rostro así te habría arrastrado de vuelta al penal por la sola fuerza de su voz. No es normal. A menos; a menos que sí sea un acto, que te tenga entretenido para esperar refuerzos, que ya haya dado la alarma y no tarden en llegar los celadores de Lecumberri. Ese hombre parado fuera del ventanal, silbando con disimulo, ha de ser su subordinado; los militares tienen un porte imborrable. Estás atrapado, el coronel, el general te tendió una trampa y no lograrás salir nunca.

Tanto pensar te detuvo la diestra. La miras para moverla, fijas tu vista en el metal brillante que casi te refleja, el metal brillante contra la piel del general, su cuello, presionando ligeramente de modo que ya se nota una tensión, una expectativa del cuero, un a punto de romperse apremiante. Sería tan fácil seguir presionando, empujar un poco y luego jalar y sentir la vida que se escapa por el corte, terminarlo de una vez, empujar y jalar y olvidarte, otro poco y casi libre, cuando menos vengado, un chorro de sangre para limpiarlo todo. Miras el metal y es tan fácil, pero sientes un peso terrible. Son sus ojos, que te clavan sin remedio en tu condición de cobarde. No has matado, lo saben, no lo vas a hacer ahora. Sientes una repulsión ancestral, un asco ansioso, quieres soltarlo, aceleras la navaja, terminas con la espuma en un respiro, casi con los ojos cerrados, los párpados apretados, las pestañas arremolinándose en tu premura. Un rasurado perfecto.

—Listo —musitas con la voz quebrada, y añades estúpidamente, la mano a la sien en el saludo que te delata por completo—, señor Director.

Se levanta, se pone el sombrero, se estira el saco y te pone algo en la palma.

—Quédese con el cambio.

Pero sólo su boca sonríe. Te quedas suspendido, insulso con los demasiados billetes en la mano y la navaja semiabierta en la otra, viéndolo salir con el mismo estrépito con el que había entrado.

Afuera, Nava González ya no puede ocultar su impaciencia. Aborda a Enrique en cuanto cierra la puerta, restregándose las manos sudorosas contra el pantalón.

—Es él, ¿verdad?

Enrique asiente.

—¿Y no va a arrestarlo? ¿Quiere que vuelva al Tupinamba para llamar a la comisaría?

—No hay necesidad.

Nava González desoye la respuesta. Va a insistir cuando

—No hay necesidad, le digo. Está atrapado. ¿No vio sus ojos? Lleva las islas por dentro, nunca va a escapar de ellas.

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