Distrito Federal

Y mentí. Claro que lo hice. Mentí como seguro lo han hecho todos. Cuidar faros no puede ser vocación de nadie. La escritura casi tampoco, pero yo entré al templo de San Agustín por descuido, porque estaba lloviendo y no podía alzar la cabeza para ver que me refugiaba en una iglesia. Ni siquiera vi a los próceres de granito vigilándome desde la reja. De haberlos visto, me habría quedado clavado en ese atrio, niño de nueve años bajo el peso de la Historia Nacional. Pero entré, entré y quedé pasmado ante esa iglesia tan extraña. En mi infancia de salmos e incienso no cabía ese espacio silencioso y fresco. Su solemnidad pesaba escolarmente. Además, había muchos libros, señal inequívoca de adulterías. Para confirmarlo, había tres o cuatro hombres (todavía no era bueno con los números) sentados en unas mesas larguísimas, calvamente clavados en montañas de papeles. No pintaba bien, pero los truenos de afuera pintaban peor. Comencé a caminar de puntitas por la orilla, viendo una a una las estatuas marmoleadas junto a las columnas. Uno usaba bastón, otro presumía un chongo, casi todos traían un rebozo que les dejaba el hombro descubierto, aunque los últimos llevaran traje. Los santos más extraños de mi casidécada. Me seguí así, escurriéndome de una en una, hasta que quedé atontado frente al águila del fondo, que extendía las alas con un mal gusto indiscutiblemente patriótico. Y la disyuntiva incómoda hasta orinarse: si seguía el recorrido iba a terminar en la puerta y si regresaba, también. Me carraspearon fuera de la duda.

–Veo que le interesa nuestro Escudo Nacional –me dijo un vejete con lentecillos sobre la nariz.

Olía a que lo habían enterrado vivo ahí dentro. Me ponía nervioso, y no podía sacarme de la cabeza que estaba a punto de correrme.

–Y dígame –continuó–. ¿Qué lo trae a nuestro recinto? Quiero creer que no vino sólo a curiosear entre las estatuas.

–Quería oír misa –mentí idiotamente.

El viejo tenía una risa que sonaba como un alud de piedras tirado a un pozo. Una risa que era un eco seco de sí misma.

–¡Oír misa! Señorito, está usted en la Biblioteca Nacional.

El léxico nada envidiable de mi primaria apenas en curso me dejó con la duda de a qué se refería, pero sí noté que era la segunda vez que decía “Nacional”, con una mayúscula paladeada, que era la palabra preferida de los discursos del radio y los sermones de la escuela. Que era, pues, la palabra definitiva del regaño. Mi mejor plan de acción fue clavar los ojos en las agujetas de mis zapatos.

–¿Cuántos años tiene usted?

–Nueve.

–Y supongo que sabe leer.

–¡Ya estoy en la primaria!

Pensándolo bien, esa respuesta no garantizaba nada, y quizás por eso me ordenó que no me moviera de ahí y se fue hacia las estanterías. Yo me quedé con un miedo de separar mis pies del suelo y con unas ganas de salir corriendo que luchaban ferozmente. El viejo me salvó otra vez de mis incipientes crisis existenciales.

–Aquí tiene. Aproveche, que la tormenta se ve que va para largo.

Luego se encumbró en su escritorio y fingió revisar la libreta de préstamos. Yo sabía que me observaba de reojo, así que enfilé hacia una de las mesas y abrí el libro bajo la lámpara de lectura. Era Moby Dick, en edición por-favor-ya-tírenme-y-compren-una-más-nueva. Aún no he decidido si el bibliotecario quería torturarme o sencillamente nunca había visto a un niño. Sufrí las primeras páginas (con ese tufillo a obsoleto que tienen todas las malas traducciones) y la situación empeoró al subir al barco y llenárseme los ojos de tecnicismos marineros. Dos cosas me salvaron. La primera fue que el ilustrador tenía más buena voluntad que cultura y hacía milagros de ignorancia: recuerdo a Queequeg plagado de tatuajes triangulares y con una ridícula colita en la frente. La segunda fue la lluvia, que todavía se suicidaba contra los ventanales. Sabía muy bien que mi asilo climático dependía de mis capacidades lectoras. Cada pocos renglones echaba miraditas de soslayo al escritorio del empolvado. Siempre lo descubría fingiendo no hacer lo mismo. Jugamos así hasta que los nervios me amenazaron con empujarme al baño. No quería preguntar dónde estaba, ¿qué tal si me corría? Peor: ¿Qué tal si no había? Preferí seguir leyendo.

Para cuando terminó el aguacero ya estaba clara mi condena lectora. Volví al día siguiente, sin lluvia, porque quería saber qué les pasaba a los pequodianos. El viejo se sorprendió más que el arqueólogo que va a descubrirlo en la misma posición en veinticinco siglos. Lo terminé en año y medio, lo que habla horrores de mi terquedad. No entendí el final. Había muchas olas y mucha sangre, y la ilustración de la última página, con un Ajab encaramado en el lomo teñido de rojo de la ballena, sugería que había logrado su cometido. Me llené de rabia. Tenía el cachalote algo de perro callejero que hacía que me pusiera de su lado. No se me hacía justo que lo mataran. Le pedí prestada la pluma a uno de los hombres que se eternizaban en las mesas y regresé a garabatear con furia. El bibliotecario se dio cuenta, pero llegó demasiado tarde. De todos modos me jaló de la patilla y me arrastró hasta la puerta. De ahí surgió mi vocación de escritor, con todo y sus dolores patillescos.

Antes de salir a las islas regresé a la Biblioteca Nacional. El encargado ya no era el mismo. Encontré el libro. Justo abajo del párrafo final, mi letra de niño había garabateado: “Entonces la ballena boltio y vio al ombre malo. Pero el ombre malo salto. Pero la ballena boltio y habrio la boca y se lo comio. Despues cojio el arpón y se limpió los dientes FIN”. Le arranqué la ultima página. Hay muchas copias de ese libro, pero sólo esa hoja es mía.

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