De camino a Juchitepec

Las palabras que salen de los labios de su nieto le traen una oleada de recuerdos. Recuerdos que había querido borrar. Hace tantos años que sucedió, cuando era jovencito, todavía ni siquiera casado. Ahora, en el ocaso de su vida, le sorprende no haberlo evocado hasta entonces, siendo que utiliza sus días únicamente en eso: en recordar.




Fue en un día de verano. El sol refulgía con todo su esplendor y azotaba sin piedad a bestias y hombres por igual. Sacaron a todos los viejos del pueblo y la emprendieron hacia Juchitepec. Se fueron por el camino largo, según la tradición. Las carreteras eran muy cortas y no servían para el mismo propósito. Venían caminando con paso cansado, cuidando que no se rezagaran los viejos y arreando a las mulas que venían jalando esa carreta cargada con cajas, cajas alargadas que no habrían servido de huacales.

Todos los jóvenes traían la mirada preocupada, evitaban los ojos de los mayores y caminaban con la cabeza gacha, repitiendo bajo su aliento una interminable letanía: “Milpa… carreta… cajas… viejos… milpa…”. Los viejos andaban con un ritmo casi parsimonioso, justo lo que les permitían los años que llevaban a cuestas. Veían al vacío con melancolía y resignación… parecían recordar.

Quince jóvenes, quince viejos y quince cajas. Casi todos eran parientes, todos se conocían. Era un pueblo tan pequeño que sorprendía el hecho de que no hubiera nacido todavía nadie con seis dedos. Cada joven había sido arrullado en las piernas de algún viejo, y cada viejo había sido escuchado en sus desvaríos por los oídos de algún joven. Todos sabían lo que sucedería, los habían preparado para ello desde el momento en que comenzaron a mostrar que se les acababa la infancia.

Al llegar a la mitad de las milpas, las mulas se pararon en seco. Eso los despertó de sus cavilaciones. Los jóvenes se dirigieron a la carreta mientras los viejos se despedían con la mirada. Sacó cada muchacho un trozo de gruesa tela blanca y se los pusieron a los mayores a modo de babero sobre sus ropas: las ropas más elegantes que se habían puesto jamás. Después de secarse torpemente el sudor de las manos sacaron las navajas. Los que cruzaron sin querer la mirada con un viejo descubrieron en sus ojos algo como compasión, justo antes de perder todo sentimiento y quedar inertes. Hubo incluso un anciano que, al ver que su compañero dudaba, le arrebató el acero para abrir su propia garganta.

Cuando se hubieron teñido por completo las telas, las retiraron cuidadosamente. Las pusieron a secar al sol mientras metían a cada viejo en su caja, previamente marcada con su nombre. Clavaron las cajas y las acomodaron de nuevo en la carreta.

En el panteón de Juchitepec ya los estaban esperando las viudas: habían llegado por la carretera. No cruzaron palabra con nadie. Los enterraron a todos bajo sus lápidas mientras oían los sollozos de las mujeres y los rezos del cura. Fue una ceremonia silenciosa y un camino de vuelta igualmente sombrío, durante el que cada uno decidió olvidar lo sucedido por el bien de su propia cordura.




Sí, hace tantos años ya…

–Véngase, Abue. Vamos a Juchitepec. –repite el muchacho.

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